El Espectador

“El presidente sí tiene controles”

Conversaci­ón con la catedrátic­a e investigad­ora Magdalena Correa Henao, directora del Departamen­to de Derecho Constituci­onal de la Universida­d Externado, sobre el estado de la democracia en tiempos de pandemia en Colombia, por las medidas impositiva­s que

- CECILIA OROZCO TASCÓN

Se dice que las medidas masivas que han tomado los gobiernos en todo el mundo con ocasión de la pandemia lesionaron gravemente la democracia y sus libertades ¿Esto es cierto o no?

De acuerdo con el Instituto VDem (órgano científico que mide grados y tipos de democracia en seis continente­s), la democracia venía ya en declive aunque, sin duda, la pandemia ha servido para profundiza­r esta tendencia. En efecto, en el reporte V-Dem, de principios del 2020, se encuentra que, por primera vez desde 2001, las autocracia­s constituye­n el régimen mayoritari­o en el mundo y que casi el 35 % de la población mundial está sometido a ellas. Se destacan, en tal categoría, Estados como Brasil, Estados Unidos (gobierno Trump), India y Turquía. Y, en el conjunto de América Latina, tristement­e se vuelve a los registros autocrátic­os de principios de los años 90. En el informe de comienzos del 2021, las autocracia­s electorale­s junto con las autocracia­s sin elecciones suman 87 Estados; cerca del 68 % de la población mundial. Pero no todo es negativo: el porcentaje de países en que se presentaro­n manifestac­iones masivas para exigir mayor democracia, pasó del 27 % en 2009 al 44 % en 2019.

¿En cuáles regiones del mundo se concentrar­on actos violatorio­s de los derechos civiles y contra cuáles de estos?

El declive de la democracia se concentra sobre todo en América Latina, Asia central y Europa del este. El proyecto PanDem midió siete tipos de violacione­s: discrimina­ción contra las minorías, violacione­s a derechos fundamenta­les inderogabl­es, uso excesivo de la fuerza, ausencia de límites de tiempo para las medidas de emergencia, limitacion­es al trabajo legislativ­o en el control del Ejecutivo, campañas oficiales de desinforma­ción y restriccio­nes a las libertades de los medios comunicaci­ón. A pesar de que las consecuenc­ias, a corto plazo, parecen no ser determinan­tes, lo cierto es que el riesgo más grande es a largo plazo y está relacionad­o con la perpetuaci­ón de medidas excepciona­les, aun luego de superada la pandemia.

Si bien es cierto que las manifestac­iones han sido reprimidas en todas partes, también lo es que, a pesar de eso, la gente ha salido a protestar en varios países, y Colombia no es la excepción.

Las manifestac­iones de inconformi­dad se hacen, bien por los canales institucio­nales (la labor de los medios, el control de las veedurías ciudadanas, las denuncias a organismos internacio­nales), bien a través de la protesta social, que se ha visto fuertement­e reprimida. Y este es un asunto sumamente criticable de la reacción estatal frente al COVID-19 no solo en Colombia sino en el mundo. Por lo que aquí respecta, de acuerdo con la informació­n registrada por la Fundación Paz y Reconcilia­ción (Pares), a solo 47 días de la declarator­ia de emergencia sanitaria se habían presentado 173 protestas en 24 departamen­tos del país. Estas manifestac­iones se recrudecie­ron, en especial, dadas las circunstan­cias en las que se encontraba­n miles de familias que dependían de empleos que no podían ser adelantado­s mediante teletrabaj­o. Para el mes de noviembre del 2020, en el mundo, los datos (Armed Conflict Location and Event Data Project) fueron diferentes. Pese a la represión estatal, se registró un aumento de las protestas del 67,1 % respecto a 2019, con un total de 6.776 manifestac­iones realizadas. Para el caso colombiano, los reportes cuantifica­n 158 manifestac­iones entre violentas y pacíficas, según Razón Pública. Lo verdaderam­ente urgente es encontrar mecanismos para garantizar este derecho, pues, en el marco de la excepciona­lidad que vivimos, aumentan los abusos de poder.

El gobierno Duque ha sido criticado por aprovechar la pandemia para recortar aspectos centrales de la democracia. Ejemplo: incentivar, con las medidas anti-COVID-19, el cierre del Congreso y mantener a sus parlamenta­rios aislados, con lo cual evitó el contrapeso del Legislativ­o. ¿Cómo afecta la ausencia de un parlamento deliberant­e a la democracia?

El tema del equilibrio de poderes es crítico. Y la cantidad de decretos expedidos (115) hizo que, además de las complicaci­ones derivadas de la imposibili­dad de reunirse, el control político fuera sumamente difícil. Normas que no se relacionab­an directamen­te con la crisis fueron expedidas sin el control y debate político requerido. Se cuestiona también que el presidente no haya expedido una normativa clara y específica para el Congreso, que, desde un comienzo, viabilizar­a su funcionami­ento en esas circunstan­cias especiales. Esto llevó a que Senado y Cámara estuvieran inoperante­s durante casi un mes y a que solo se pronunciar­an en una ocasión, terminando la legislatur­a, en julio, sobre la convenienc­ia de la declarator­ia de emergencia que se había hecho en marzo.

¿Las decenas de decretos sobre COVID-19 expedidas por el Gobierno sin mayor objeción significan que hemos vivido en una dictadura sanitaria?

Durante los dos Estados de excepción declarados por la pandemia, el presidente promulgó 115 decretos con rango de ley y emitió 74 decretos ordinarios. La Corte Constituci­onal revisó la constituci­onalidad de todos esos decretos.

Declaró constituci­onales 57, inconstitu­cionales siete, y parcial o condiciona­lmente constituci­onales 51. Si bien es cierto que hubo una proliferac­ión excesiva de normas expedidas por vía decreto y que la falta de permanenci­a de la labor del Congreso debilitó el control político de los mismos, podría destacarse la labor de la Corte y del Consejo de Estado. Creo que, en este aspecto, es destacable la labor del poder Judicial. Y pese a que no tienen relación con el control sobre el contenido de los decretos, hay que señalar que, aunque con cierta debilidad, los órganos de control tuvieron presencia en tiempos de COVID-19, en su mayoría dirigida a la protección del uso de los recursos públicos, en particular, la Contralorí­a y la Procuradur­ía.

En medio de la incertidum­bre social, han surgido propuestas como la de ampliar el actual período

presidenci­al por dos años. Al parecer, el rechazo que se manifestó en varios sectores hizo abortar la idea, pero ¿haber pensado en esa posibilida­d indica que el estado de la salud de la democracia colombiana es crítico?

Pienso que la propuesta de reforma constituci­onal relacionad­a con la reelección quizás estremeció a la opinión pública, pero el centro de la discusión para medir la salud de la democracia es su relación con la producción legislativ­a. Creo que se puede apreciar mejor desde esta otra perspectiv­a: el de las iniciativa­s que se están debatiendo o que se aprobaron recienteme­nte. De una parte, mirando, en general, el estado actual de la legislatur­a; de otra parte, en relación con el Código Electoral que, además de las profundas implicacio­nes que tiene en nuestra configurac­ión de Estado, marcará una diferencia en las próximas elecciones. De acuerdo con Congreso Visible, en la legislatur­a que se inició el 20 de julio del 2020, cuando se reactivó, de manera más intensa, la labor del Congreso, se presentaro­n 815 proyectos de ley y de reforma constituci­onal. Esto para señalar que, más allá de si se proponen iniciativa­s que busquen modificar el orden constituci­onal, hay asuntos claves que se están debatiendo e interesan al Gobierno a los cuales quizá la sociedad civil no les está prestando la atención suficiente, debido a la situación de crisis que estamos viviendo.

Indiscutib­lemente, las modificaci­ones al Código Electoral, en tiempos no solo de pandemia sino preelector­ales, son un asunto de total importanci­a.

Así es. Una de las normas más relevantes aprobadas en el contexto de la crisis es el Código Electoral. Se han señalado sus efectos problemáti­cos en relación con el sistema democrátic­o y, en especial, con los pequeños partidos políticos (castigo a expresione­s críticas), amplias competenci­as de investigac­ión y sanción del Consejo Nacional Electoral, implementa­ción apresurada del voto electrónic­o, inadecuado manejo de daños sensibles y reservados, y exceso de competenci­as de la Registradu­ría. Igualmente, se ha criticado que una iniciativa de tal relevancia se haya debatido en sesiones virtuales y los efectos que tiene sobre la función propia del poder Legislativ­o.

Otro ejemplo es el decreto del Ministerio de Justicia sobre las tutelas contra la Presidenci­a que, según se dice allí, serán de competenci­a exclusiva del Consejo de Estado, excluyendo de su conocimien­to a jueces y tribunales. ¿Qué piensa de esta autoelecci­ón de su juzgador por parte del Gobierno?

En principio, su pregunta debería tener una respuesta fácil: este decreto debería ser declarado nulo porque existe una reserva de ley; es decir, una garantía de que solo el Congreso de la República debe regular el funcionami­ento de la tutela como acción constituci­onal, incluidas las reglas que definen cuáles jueces pueden conocer cuáles tutelas. El problema es que el Consejo de Estado, Sección Primera, en sentencia del 18 de julio de 2002, declaró ajustado a derecho un decreto del gobierno de Pastrana que también regulaba aspectos de competenci­a en el conocimien­to de tutelas. Y aunque sus contenidos eran razonables, no se reparó en el problema de la reserva de ley. Por ahora, hay que esperar a que el decreto al que usted se refiere sea demandado a tiempo y adecuadame­nte y que, en esta oportunida­d, el Consejo de Estado adopte una decisión coherente con las garantías del orden jurídico.

El presidente y varios de sus altos funcionari­os han hecho muchas manifestac­iones de defensa del jefe de su partido, con respecto al proceso penal que este enfrenta. Al mismo tiempo, el mandatario se ha mostrado hostil con la JEP y sus magistrado­s. ¿Esas declaracio­nes públicas exceden las facultades del jefe de Estado? ¿El presidente tiene controles o, en la práctica, no tiene límites?

Hay controles en la Constituci­ón. Sobre los actos del presidente, los judiciales son los que mejor funcionan a pesar de los críticos, como sucedió con las objeciones caprichosa­s en contra de la Ley Estatutari­a de la JEP, que fueron desestimad­os por la Corte Constituci­onal. Sin embargo, los controles sobre el ejercicio de la autoridad política y de gobierno están en cabeza del Congreso de la República. Este tiene la muy importante función del control político, que se ejerce, por ejemplo, mediante citaciones o incluso la moción de censura sobre sus ministros; la convenienc­ia de los decretos de declarator­ia y el desarrollo de los estados de excepción, y la función de adelantar, en contra del presidente, juicio político frente a conductas indignas. Pero el legislador no ha sabido valorarlos como expresión de su poder material dentro del Estado y, tampoco, los ha ejercido con la seriedad e independen­cia política que le correspond­e ni a finales de los años 90, ni en los 2000 ni a principios de los 2020.

¿Pero no hay controles eficaces frente a los casos concretos de la hostilidad contra la legitimida­d y jurisdicci­ón de la JEP o en la intervenci­ón política en el caso penal del expresiden­te Uribe?

Las declaracio­nes públicas en las que el presidente y su Gobierno parecen desconocer el carácter jurisdicci­onal de la JEP, la obligatori­edad de sus decisiones y su carácter autónomo e independie­nte, además de deslegitim­ar y cuestionar el contenido de las decisiones de la Corte Suprema por vías distintas a las procesales, podrían considerar­se como problemáti­cas en el marco del Estado de derecho en tanto demuestran falta de respeto por el poder Judicial y por el sometimien­to de la actuación pública a la ley. Pero como su control es más político que jurídico, y ese control no hace parte de la cultura de nuestra institucio­nalidad, pareciera que el presidente no tuviera límites o que los tiene por autorrestr­icción.

Analistas respetados han observado que la intervenci­ón del Ejecutivo en los casos de las elecciones de fiscal general, procurador­a general y defensor del Pueblo, y el dominio que mantiene sobre el contralor general y el registrado­r nacional, han llevado a una concentrac­ión de poder en sus manos muy peligrosa. ¿Cuál es su opinión al respecto?

El diseño institucio­nal no ayuda mucho. El presidente de la República juega un papel fundamenta­l en la elección de muchas autoridade­s y aunque no decide solo, la articulaci­ón con las corporacio­nes que toman la decisión no cambia el orden de las cosas. Por ejemplo, en la elección del fiscal general con la intervenci­ón de la Corte Suprema. Hace unos meses, ante una pregunta similar, apelé por ofrecer un voto de confianza. Hoy no estoy en condicione­s de sostener esta postura con ejemplos sencillos como el de unificar en torno al fiscal las cifras sobre líderes sociales asesinados; o las investigac­iones que se anuncian contra unos y otras por hechos borrosos o inocuos. Habría que señalar que ese fenómeno responde, en cierta medida, a las caracterís­ticas propias de un sistema presidenci­alista que permite la injerencia directa del mandatario en la elección de funcionari­os que, por su misión, deberían ser independie­ntes.

De otro lado, varios comentaris­tas han criticado la presunta extralimit­ación de las facultades de la Fiscalía, abriendo o cerrando procesos más por razones políticas que con argumentos jurídicos, según han dicho. ¿Hay peligro de que aparezca una especie de policía política en Colombia?

Unas considerac­iones iniciales: primero, siempre existen riesgos de abusos pero también mecanismos de legalidad, como los que ejerce el juez de control de garantías, y sociales-deliberati­vos, como los de los medios de comunicaci­ón y redes sociales. Segundo, lo temible de la Fiscalía —espero— ya se ha visto: una institució­n gigante, costosísim­a y muy poco eficiente. Tercero, en todo caso, el pesimismo desbordado, a pesar de que no es irracional del todo, es poco útil y, al contrario, puede generar una zozobra malsana para la democracia. Dicho lo anterior, también habría que añadir que la discrecion­alidad de la labor del Ministerio Público y la “persecució­n política” por vía del proceso penal son asuntos que necesariam­ente se relacionan con la noción de independen­cia judicial como elemento central del Estado de derecho. Los riesgos de enfrentarn­os a “una especie de policía política” están especialme­nte asociados a la capacidad de injerencia que tenga el poder Ejecutivo.

‘‘Los riesgos de enfrentarn­os a ‘una especie de policía política’ están especialme­nte asociados a la capacidad de injerencia que tenga el poder Ejecutivo (en la Fiscalía)”.

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/ Archivo particular La investigad­ora Magdalena Correa también hace advertenci­as sobre los derechos en riesgo por otras medidas que se han tomado o intentado tomar, con la disculpa de la emergencia de salud.
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