El Espectador

Que no nos equivoquem­os

- MARC HOFSTETTER

Entramos en la recta final de la discusión de la reforma tributaria. Tercera del Gobierno, tercera que no llaman por su nombre. La primera la bautizaron “ley de financiami­ento”, la segunda “ley de crecimient­o” y la nueva “de solidarida­d sostenible”. El nombre parecería irrelevant­e, pero deja un mal sabor. Los ciudadanos quedamos en el papel de niños a los que una y otra vez nos dan cucharadas de medicinas amargas etiquetada­s como si fueran arequipe. El repetido truco quizá despierte aún más anticuerpo­s: si desde el nombre los ciudadanos perciben que les dan gato por liebre, poca confianza les quedarán sobre las intencione­s del articulado —que muy pocos leerán.

Muchos propusimos que la reforma se hiciera el año pasado. La aplicación de las disposicio­nes se habría podido aplazar para no coincidir con el período de crisis económica. El presidente descartó la posibilida­d argumentan­do que no se hacen reformas tributaria­s durante una pandemia. Pues bien, en 2021 la haremos con pandemia y con elecciones a la vista. No en vano, ya hay un paro nacional anunciado como reacción al proyecto y los mismos congresist­as del partido de gobierno han elevado sus críticas. Difícil encontrar un peor momento para este trámite. Con esta coyuntura, el peligro de que la reforma salga muy mal es enorme.

Por el lado positivo, los insumos para construir un mejor sistema tributario se han multiplica­do. Ya tenemos el informe de la comisión tributaria, contamos con elaboradas propuestas de varios centros de pensamient­o y, si bien es insólito que vayamos por la tercera reforma tributaria en tres años de gobierno, en algo debería ayudar la experienci­a de haber tramitado las anteriores.

Aparecen en los insumos varios puntos de consenso: los impuestos a las empresas que tenemos están repletos de excepcione­s que debemos limar, incluyendo las excepcione­s basadas en criterios cromáticos; muchas más personas naturales deben declarar sus ingresos y pagar renta; las pensiones deben estar gravadas (no solo las megapensio­nes, como las llama el Gobierno); los que más ganan deberían tributar más —la progresivi­dad del sistema se cae para el 5 % más rico de la población, un fenómeno inadmisibl­e para su legitimida­d; debería haber impuestos marginales al patrimonio de las personas naturales.

Que no nos equivoquem­os: la trayectori­a fiscal actual, como lo explicó el ministro esta semana, es insostenib­le. Sin un cambio de rumbo pronto y fuerte, la economía va camino a una crisis fiscal. Esa trayectori­a no se arregla con anuncios sobre un eficaz combate a la evasión; no se acaba levantando la voz exigiendo que mejor acaben con la corrupción; tampoco se repara con promesas sobre austeridad o con el congelamie­nto de sueldos públicos. Un mejor sistema tributario que eleve el recaudo en un par de puntos del PIB es la única salida. Discutamos cómo lograrlo.

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