Que no nos equivoquemos
Entramos en la recta final de la discusión de la reforma tributaria. Tercera del Gobierno, tercera que no llaman por su nombre. La primera la bautizaron “ley de financiamiento”, la segunda “ley de crecimiento” y la nueva “de solidaridad sostenible”. El nombre parecería irrelevante, pero deja un mal sabor. Los ciudadanos quedamos en el papel de niños a los que una y otra vez nos dan cucharadas de medicinas amargas etiquetadas como si fueran arequipe. El repetido truco quizá despierte aún más anticuerpos: si desde el nombre los ciudadanos perciben que les dan gato por liebre, poca confianza les quedarán sobre las intenciones del articulado —que muy pocos leerán.
Muchos propusimos que la reforma se hiciera el año pasado. La aplicación de las disposiciones se habría podido aplazar para no coincidir con el período de crisis económica. El presidente descartó la posibilidad argumentando que no se hacen reformas tributarias durante una pandemia. Pues bien, en 2021 la haremos con pandemia y con elecciones a la vista. No en vano, ya hay un paro nacional anunciado como reacción al proyecto y los mismos congresistas del partido de gobierno han elevado sus críticas. Difícil encontrar un peor momento para este trámite. Con esta coyuntura, el peligro de que la reforma salga muy mal es enorme.
Por el lado positivo, los insumos para construir un mejor sistema tributario se han multiplicado. Ya tenemos el informe de la comisión tributaria, contamos con elaboradas propuestas de varios centros de pensamiento y, si bien es insólito que vayamos por la tercera reforma tributaria en tres años de gobierno, en algo debería ayudar la experiencia de haber tramitado las anteriores.
Aparecen en los insumos varios puntos de consenso: los impuestos a las empresas que tenemos están repletos de excepciones que debemos limar, incluyendo las excepciones basadas en criterios cromáticos; muchas más personas naturales deben declarar sus ingresos y pagar renta; las pensiones deben estar gravadas (no solo las megapensiones, como las llama el Gobierno); los que más ganan deberían tributar más —la progresividad del sistema se cae para el 5 % más rico de la población, un fenómeno inadmisible para su legitimidad; debería haber impuestos marginales al patrimonio de las personas naturales.
Que no nos equivoquemos: la trayectoria fiscal actual, como lo explicó el ministro esta semana, es insostenible. Sin un cambio de rumbo pronto y fuerte, la economía va camino a una crisis fiscal. Esa trayectoria no se arregla con anuncios sobre un eficaz combate a la evasión; no se acaba levantando la voz exigiendo que mejor acaben con la corrupción; tampoco se repara con promesas sobre austeridad o con el congelamiento de sueldos públicos. Un mejor sistema tributario que eleve el recaudo en un par de puntos del PIB es la única salida. Discutamos cómo lograrlo.