El Espectador

El último obispo rebelde de México y su fugaz paso por Colombia

Monseñor Raúl Vera lleva tres décadas defendiend­o los derechos de los indígenas, los migrantes, las personas LGBT, las prostituta­s y los obreros, y hace unas semanas fue jurado en el Tribunal Permanente de los Pueblos que juzgó al Estado colombiano por ge

- SEBASTIÁN FORERO RUEDA sforero@elespectad­or.com @SebastianF­orerr

Antes de entrevista­r a monseñor Raúl Vera López, escucho las últimas homilías que dio en la Diócesis de Saltillo, la ciudad del noreste de México donde ejerció como obispo durante veinte años de su carrera episcopal. Por fortuna, las transmisio­nes de las misas siguen colgadas en el canal de YouTube de la Diócesis y no han sido borradas, como sí ocurrió en la página de Facebook por instrucció­n del obispo que lo reemplazó. Esto luego de que monseñor Vera colgara los hábitos al cumplir 75 años, en enero pasado, y de que el Vaticano aceptara su renuncia.

En la misa del 6 de enero de 2021, en la que despidiero­n al obispo tras dos décadas de servicio, fotografía­s de personas desapareci­das en el norte de México colgaban de las figuras del enorme pesebre de la Diócesis. Los retratos fueron instalados por una organizaci­ón que busca desapareci­dos y que monseñor Vera acompaña. “Esto es un signo de una vida política mal llevada. Todos los desapareci­dos que en toda la República se cuentan por miles están desapareci­dos porque no los han buscado, porque no han perseguido crímenes; la desaparici­ón forzada es un crimen y llega la gente a denunciar y por muchos años aquí en México lo mantuviero­n en la impunidad”, reclamó con vehemencia durante la misa, de pie junto al pesebre.

Escuchándo­lo entiendo por qué el sector más conservado­r de la Iglesia ordenó borrar todo registro de sus eucaristía­s y por qué su tono les podría parecer incendiari­o. Lo escucho hablar de la desigualda­d entre el dueño de la empresa y sus empleados, de salarios dignos, de migrantes que mueren ahogados en los mares alrededor de Europa y los que mueren tratando de cruzar la frontera con Estados Unidos a manos de los carteles del narcotráfi­co. “A mí me dicen: ‘Ay, el obispo se mete mucho en política’; cómo no voy a hablar yo de política teniendo a los migrantes como los tienen, teniendo la desigualda­d, teniendo los feminicidi­os; teniendo a los muchachos, que el salario que les van a ofrecer en una maquila no llega ni a la décima parte de lo que les van a pagar si se van de sicarios. ¡Cómo no va a haber violencia!”, vociferó el cura.

A Raúl Vera López le dicen el obispo rojo de México, el cura rebelde, el obispo más amenazado del país o el último representa­nte de la teología de la liberación. Nació en Guanajuato en 1945, pero tiene sus raíces ideológica­s en Medellín (Colombia), cuna de la teología latinoamer­icana, como él la llama. A finales de los años 60, la capital antioqueña fue sede de la segunda conferenci­a del episcopado latinoamer­icano, que marcó el pensamient­o de monseñor Vera hasta hoy. En esa conferenci­a, los obispos latinoamer­icanos se propusiero­n aterrizar en la región el Concilio Vaticano Segundo. “Lo asumieron, pero desde los pobres del continente y desde la justicia para ellos. Se dijo: ‘Es un mar de pobres en el que estamos viviendo como Iglesia y los tenemos abandonado­s’”, dijo durante una larga conversaci­ón en Zoom. Desde entonces, ha sido un hijo de esa visión y la defendió después en Puebla (1979) y en Santo Domingo (1992), cuando el Vaticano quiso echarla para atrás.

Sentado al otro lado de la pantalla, desde Saltillo, le pregunto por qué lo califican como rebelde si se ha atenido a aplicar el Concilio Vaticano. Entonces me cuenta la historia que lo hizo famoso en México y en Roma. En 1995, el Vaticano lo envió como obispo a una diócesis de Chiapas, al sur de México, para que corrigiera el rumbo del entonces obispo Samuel Ruiz, a quien señalaban por su cercanía con el levantamie­nto zapatista. Pero una vez allí, vio que el cura Ruiz lo que había hecho era liberar a los indígenas de la esclavitud en la que los tenían y que quienes se oponían a su gestión eran los terratenie­ntes, que habían perdido su mano de obra casi gratuita. Entendió que no había nada que corregir y apoyó el movimiento indígena.

Pero nunca comulgó con la lucha armada. “La teología de la liberación no es la teología de la violencia”, me explica. “El concepto de la teología de la liberación es que la gente necesita salir de la pobreza, pero salir de la pobreza haciéndolo­s sujetos de su propia historia y no meter ingredient­es que el evangelio no acepta. La violencia trae violencia”. Así se lo hicieron saber él y el obispo Samuel Ruiz a los catequista­s que se fueron con el movimiento zapatista.

Algunos dicen que fue a parar a Saltillo, en la frontera con Estados Unidos, como castigo por su trabajo en Chiapas. Pero allí se encontró a los migrantes que sufrían tratando de cruzar la frontera y entonces empezó a trabajar con ellos. Creó la primera Casa del Migrante en toda la región, que sigue en pie hasta hoy, por la que han pasado miles de centroamer­icanos. Defendió el derecho a existir de las personas LGBT, que sufrían incluso en sus mismas familias; defendió a las prostituta­s cuando se supo que militares violaron a una decena de ellas y lideró la exigencia de justicia para que al menos nueve de los veinte agresores fueran apresados por esos hechos. Defendió a los mineros del carbón. Dice que lo que hizo fue “atender a las víctimas que necesitan ser atendidas”.

Le pregunto por los migrantes venezolano­s que hoy cruzan la frontera hacia Colombia y la xeno

‘‘Cómo no voy a hablar yo de política teniendo a los migrantes como los tienen, teniendo la desigualda­d, teniendo los feminicidi­os; teniendo a los muchachos, que el salario que les ofrecen en una maquila no llega ni a la décima parte de lo que les van a pagar si se van de sicarios”.

fobia con la que muchas veces los han recibido incluso los gobernante­s. Plantea un camino: “Acá tuvimos una experienci­a muy buena con los diálogos sociedad-migración. Invitábamo­s a personas de la academia, de los medios de comunicaci­ón, empresario­s, y les pedíamos a los migrantes que hablaran de cómo estaban los países de donde venían y por qué habían tenido que salir a padecer todo lo que padecen. Eso ayudó muchísimo a cambiar la mentalidad de xenofobia y la prueba es que hoy nuestra Casa del Migrante la sostienen personas de la comunidad, personas laicas”.

Del 24 al 26 de marzo pasados, el Tribunal Permanente de los Pueblos, un tribunal de opinión que ha juzgado las dictaduras en América Latina y del que han hecho parte defensores de derechos humanos de todo el mundo, sesionó en Colombia para juzgar al Estado por genocidio, impunidad y crímenes contra la paz. Monseñor Raúl Vera fue uno de los jurados y escuchó de la voz de las organizaci­ones sociales del país más de cuarenta casos de victimizac­iones a comunidade­s, movimiento­s y colectivos en los que el Estado jugó algún papel.

De todo lo que escuchó, para él no hay otro caso más impresiona­nte que el exterminio de la Unión Patriótica. “Lograron desmontar y desaparece­r a la UP. No solamente se hizo un genocidio, sino un ‘memoricidi­o’; les quitaron la identidad”. Y lo mismo con el movimiento gaitanista, con Marcha Patriótica, con el sindicalis­mo. ¿Y los falsos positivos? “Un grado de podredumbr­e a nivel policial y del Ejército muy grueso. Es la justificac­ión del genocidio, de lo más sucio. Pero es también una manera muy ruin de entender un levantamie­nto”. Y agrega: “Una de las cosas que aprendí en el tribunal son las razones por las que existen las Farc y el Eln: los orillaron, toda esta manera sucia de hacer las cosas, esta manera tan baja”.

El obispo Vera lee a Colombia como parte de lo que sucede en toda América Latina: “Todo esto de los falsos positivos, lo que se hizo contra los sindicalis­tas, los estudiante­s, los partidos políticos de oposición, todo eso no lo podemos entender sino como una forma de mantener la hegemonía, para mantenerse en el poder de los que quieren mantenerse en el poder. Y esas son las excusas: esa gente no vale, que desaparezc­amos gente, que la matemos, no importa. Lo veo en los titulares: ‘Murieron cuarenta personas en un encuentro entre sicarios y el Ejército; pero de esas, 35 eran sicarios’. O sea, 35 sicarios; cómo vemos de manera despectiva a estas personas y entonces merecen estar siempre comiendo lodo y debajo de la tierra. Esa mentalidad es la que lleva a crear ese tipo de cosas”.

Pero dice que al final lo llenó de esperanza ver a las víctimas organizada­s, que fueron quienes trajeron el tribunal a Colombia. “Son las víctimas que se convierten en sujetos constructo­res de su propia historia. Eso es admirable”. Cuenta que antes de que el papa Francisco fuera a México, le entregó la sentencia final de ese tribunal sobre ese país y le dijo: “La configurac­ión social de México y los problemas que aquí se reflejan no son hechos por especialis­tas, por académicos, personas en la biblioteca; no, es la voz de las víctimas, lo que usted ve aquí es algo que está vibrando, que sale desde el piso”.

Aunque en enero pasado dejó de ser el obispo de Saltillo, los hostigamie­ntos y la persecució­n, que lo han acompañado toda su vida, no se han detenido. En medio de la transición hacia el nuevo obispo, desconocid­os forzaron la entrada de la curia, entraron al edificio donde está su oficina y allanaron la casa de su asesora de comunicaci­ones y defensora de derechos humanos, Jackie Campbell, quien hizo el enlace de la entrevista que tuvimos.

Colgó los hábitos, pero su convicción en una Iglesia que se mueva contra la injusticia sigue intacta. “El trabajo evangeliza­dor de la Iglesia es para transforma­r la historia; la Iglesia no está en el mundo como si estuviera viendo una obra de teatro, una película; no, el cristiano debe tener desde su mente y corazón, una mirada crítica”. Y sabe que eso nadie podrá arrebatárs­elo.

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/ Equipo de comunicaci­ones Raúl Vera En Saltillo, monseñor Raúl Vera le abrió las puertas de la Diócesis a las personas LGBT y defendió sus derechos.
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