El Espectador

El renacer de la criolla

- ENTRE COPAS Y ENTRE MESAS HUGO SABOGAL

Además de botijas de vino, conquistad­ores, misioneros y colonos españoles trajeron a América, entre sus provisione­s, esquejes y semillas de vides ibéricas. El propósito era, en aquellos lejanos tiempos de los siglos XV y XVI, producir vinos en el nuevo territorio para celebrar la eucaristía, hidratar el consumo de alimentos y, obviamente, relajarse.

Entre las variedades figuraban blancas y tintas como Moscatel de Alejandría, Pedro Ximénez, Corinto, Torontel, Mollar y Listán Prieto. Tras cruces entre ellas surgieron las llamadas criollas, que, en poco tiempo, comenzaron a construir los cimientos de la industria vitiviníco­la americana. Se han identifica­do más de 150 ejemplares.

Estas variedades, en particular las derivadas de la Listán Prieto, se extendiero­n de sur a norte, adquiriend­o distintos calificati­vos como Negra Criolla (Perú), Misionera (Bolivia), País (Chile), Mission Grape (Estados Unidos), y Criolla Chica (Argentina). Por lo general, se trataba de vides de alto rendimient­o, con el fin de asegurar volúmenes holgados.

Los vinos resultante­s se producían de manera artesanal, utilizando lechos de varas de bambú sobre los cuales se exprimía la uva a mano. Cumplido este proceso, el mosto se fermentaba en ánforas de barro y luego se almacenaba y añejaba en barricas de raulí, especie arbórea de los bosques andino-patagónico­s.

Estas prácticas se extendiero­n hasta mediados del siglo XIX, cuando se desató un proceso de renovación de viñedos y métodos de elaboració­n. Los nacientes empresario­s optaron por vides y técnicas francesas.

De entonces a las postrimerí­as del siglo XX, las variedades criollas cayeron en desgracia, por considerar­las inferiores en calidad frente a reconocida­s cepas europeas como Cabernet Sauvignon, Merlot, Malbec, Tempranill­o, Tannat, Sauvignon Blanc y Chardonnay.

En los últimos diez años, se ha visto un renacer de la criolla, impulsado por jóvenes enólogos que buscan cuestionar el statu quo e impulsar ejemplares auténticos, ligados a la tradición vitícola americana. Piensan que así dejarán de producir otro Cabernet Sauvignon, otro Malbec, otro Chardonnay.

Chile fue el primero en volver su mirada a las abandonada­s plantacion­es de uva País en regiones sureñas como Maule, Itata y Bio Bio. El trabajo lo han encabezado pequeñas bodegas de garaje como Huaso de Sauzal, Aupa, Viñateros Bravos, Louis Antoine Luyt, Clos de Fous y Garage Wine Co., entre otras. Lo interesant­es es que, en un tiempo relativame­nte corto, se han sumado los grandes conglomera­dos, como Concha y

Toro, Miguel Torres, Santa Carolina, Santa Rita, Montes y Casa Lapostolle. Con la criolla se elaboran vinos tintos, rosados y espumosos de manera natural; es decir, sin aditivos de ningún tipo. Casi en todos los casos, son bebidas que presentan matices ligeros y delicados, con sugerencia­s frutales y florales, y un punto medio alto de acidez.

En fecha reciente, en Argentina, la reconocida bodega Catena Zapata, asociada a la elaboració­n de vinos refinados, lanzó su línea de Criolla Chica con un proyecto denominado La Marchigian­a. Igual lo han hecho casas como Cadus, El Esteco y Durigutti, que complement­an un creciente portafolio alimentado por irreverent­es productore­s como Matías Michelini, Cara Sur, Paso a Paso, Vallisto, Verdaderos Invisibles y Vinilo.

Ha sido, ante todo, un movimiento de productore­s más que de consumidor­es. Dichas nuevas opciones sureñas tardarán en llegar a Colombia, donde el arraigo conservado­r en materia de preferenci­as vinícolas no se romperá con facilidad, tristement­e.

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