“Klara y el Sol”
CUANDO LA HUMANIDAD TIENE SUficiente evidencia de que está entrando a una nueva época y cruzando un umbral hacia lo desconocido, sus novelistas, con frecuencia, imaginan el mundo por venir. Los libros de Verne se anticiparon a los adelantos del siglo XX, Orwell y Huxley describieron regímenes que esclavizaban y manipulaban a los seres humanos, Atwood pintó una horrible dictadura religiosa que había derrocado al gobierno de Washington y reducido a las mujeres a una servidumbre como la del Antiguo Testamento. Más recientemente, Kazuo Ishiguro nos contó la vida de un grupo de jóvenes que descubrieron que eran clones y cuyo objeto era dar sus órganos a los humanos. Y ahora nos habla de un futuro, ya no tan distante, en el que los robots comparten íntimamente los dramas de los seres humanos.
A diferencia de los autores que se concentran en vislumbrar los inventos y el futuro de las organizaciones sociales, Ishiguro se vale de los clones y de los robots para reflexionar sobre temas como el amor, la soledad, la empatía y la solidaridad.
La protagonista y narradora de su último libro es Klara, un robot superinteligente, movido por energía solar, capaz de leer las emociones y sentir lo que sienten los humanos. Su trabajo es ser la amiga artificial de una adolescente, Jossie, una joven que enfermó al someterse a un cambio genético, necesario para ir a la universidad y ser parte de la élite de una sociedad brutalmente estratificada por la tecnología y los privilegios.
Klara es capaz de analizar y descifrar los dramas y tensiones alrededor de Jossie y no escatima esfuerzo ni sacrifico alguno para ayudarla y socorrerla. Desempeña un papel que los humanos —la madre, el novio, la empleada doméstica—, cada uno inserto y atrapado en sus propios dramas, no pueden cumplir. En un medio dominado por la tecnología y la competencia, el desprendimiento, la abnegación y la solidaridad parecen tareas asignadas únicamente a este robot.
Cuando presiente la pronta muerte de Jossie, ¡Klara no encuentra otra opción que rezar! Le pide auxilio al Sol, para ella, como antes para los incas o los egipcios, la fuente de energía y vida. Y ante ese ser superior, a la manera de los antiguos humanos, promete un sacrificio para que Jossie recupere su salud. A costa de su propio bienestar, destruye una máquina que causa polución, un mal que enfurece al Sol y enturbia su luz bienhechora sobre el planeta.
En el pequeño mundo en que se mueve, este robot llena el vacío que dejan los desplazamientos, los conflictos y la propia muerte sobre seres aislados y solitarios: una madre divorciada y sumergida en su trabajo; un padre distante y extraño; un amor adolescente que, como casi todos, se extingue irremediablemente; la educación a distancia de Jossie (semejante a la que hoy impone la pandemia); una hermana prematuramente muerta por el fallido intento de su mejoría genética.
El abandono y la soledad finalmente le llegan a la propia Klara. Termina, con su memoria y algunas de sus facultades intactas, desechada en un depósito de equipos obsoletos. A diferencia de algunos humanos envejecidos, solos y tristes, este brillante robot no siente amargura ni desespero, sino satisfacción por la muchacha que, gracias a sus esfuerzos, pudo seguir con su vida, aunque ella hace rato la hubiera olvidado.