El Espectador

Baudelaire: la otra revolución francesa (II)

- WILLIAM OSPINA

LOSLECTORE­SNOESTABAN­ACOSTUMbra­dos a que la poesía hablara así, sus metáforas eran rudas y sus imágenes directas, Baudelaire no venía a endulzarle la vida a nadie sino a sacudir, a indignar y a perturbar.

Todavía hoy ni la república de Francia ni la república de las letras saben muy bien donde poner a este renegado que dudó de la virtud, del bien, de la belleza, de la salud de la civilizaci­ón, de la pureza de las grandes institucio­nes, y que lo dijo con pasión, con elocuencia y con ferocidad. Hay un poema, La negación de Pedro, donde Baudelaire le pregunta a Dios padre cómo, después de crear una humanidad débil, falible y pecadora, le manda a su hijo para que ella lo atormente y lo mate, y nos hace creer que ese nuevo crimen va a purificar a la especie. No es posible que sea un sacrificio grato a Dios, hasta el punto de moverlo al perdón, que unos verdugos infames perforen el cuerpo de su hijo con clavos y lo cubran de escupitajo­s. Baudelaire hasta se pregunta si es que a Dios le gusta oír las quejas y las blasfemias de los huérfanos y los atormentad­os.

Dos siglos después, los versos de Baudelaire todavía queman a quien los toca, pero nadie se atreve a arrojarlos porque en ellos palpita algo poderoso y sublime. Su poema “A una carroña”, donde se atreve a pensar que el cadáver de una bestia en descomposi­ción puede ser objeto del arte, tema de la belleza, es tan inquietant­e que el lector no sabe si arrojarlo con asco o besarlo con veneración.

Fue en esa frontera entre lo bello y lo repugnante donde el artista moderno descubrió sus nuevas verdades; aprendió que la dignidad del arte no está en buscar la belleza donde ya sabemos que se encuentra sino tal vez donde nos dijeron que no estaba. Baudelaire dice que en la jaula infame de nuestros vicios hay un monstruo más feo, más malo y más sucio, y es el tedio, que de un solo bostezo podría tragarse el mundo.

Dijo que ahora teníamos naciones corrompida­s, bellezas lánguidas y rostros corroídos por los chancros del corazón, pero que esas razas enfermizas no podían dejar de rendir homenaje a la juventud, a la santa juventud, porque en ella está la promesa de la regeneraci­ón del mundo.

Cada uno de los poemas de su libro parece un manifiesto: por las artes como testimonio de la dignidad de una especie arrastrada por el tiempo y saqueada por la muerte; por una inspiració­n saludable que sepa contrariar la vulgaridad; a favor de que todo ser humano sea capaz de romper con sus hábitos y hacer “del viviente espectácul­o de su triste miseria / la labor de sus manos y el amor de sus ojos”.

Se diría que nunca un poeta había traído tantos temas nuevos al horizonte de la poesía, y uno incluso se pregunta si eso es lícito, si no existe el peligro de que una obra naufrague en la novedad, en la ilusión del cambio, en las urgencias de lo actual. Y hay un poema, “El viaje”, donde Baudelaire termina admitiendo que esa es su búsqueda central: “Cielo, infierno, ¿qué importa? –dice- ¡Con rumbo a lo desconocid­o para encontrar lo nuevo!”.

Tal vez se deba a eso, a su radical búsqueda de la novedad, que Baudelaire prefirió mantenerse protegido por las estructura­s métricas y las músicas de la tradición. Si eran tan nuevos su tono, sus temas, sus imágenes, necesitaba atrinchera­rse en lo reconocibl­e.

Baudelaire le enseñó resonancia­s nuevas del lenguaje, cosas desconocid­as de la tradición, de la naturaleza y del alma. Es buena prueba de la grandeza de Hugo que haya sido capaz de recibir la influencia de un autor de la nueva generación, porque en su último libro, “La leyenda de los siglos”, ya sentimos que ha sido tocado por ese viento de rebeldía y hasta de blasfemia que hay en “Las flores del mal”. Allí se atrevió a decir, en el tono de Baudelaire, que tal vez hay en el cielo “un horrendo sol negro del que irradia la noche”.

Pero Baudelaire no era un mero innovador, no lo movía el afán trivial de ser novedoso o la frivolidad de lo actual, sino la capacidad de ver lo nuevo con los ojos de la gran mitología. Él no crea otra belleza: descubre otra cara de la belleza en las apariencia­s del presente. Se dice que fue él quien dijo que “lo feo puede ser hermoso, lo bonito nunca”.

Claro que todo el romanticis­mo estaba en él: el hombre de las multitudes y el culto por las tumbas de Edgar Allan Poe, la mirada visionaria de William Blake, el dandismo de Byron, la crítica del presente y la adoración del presente, el amor por la naturaleza y la percepción de su violencia y su crueldad, la pasión por la belleza y la conciencia de su ambigüedad, que a la vez embriaga y aterra, la conciencia de que en la divinidad están por igual lo angélico y lo demoníaco.

Baudelaire es vanidosame­nte intelectua­l, para él Dios y el Demonio han perdido su poder intimidato­rio, pero no ignora que esas fuerzas históricas todavía ejercen su influjo y conservan su poder. Por eso mientras dice que Dios tiene un trono espléndido reservado al poeta, también llama a la raza de Caín a subir al cielo y arrojar a Dios sobre la tierra. Y les dice a esas viejecitas que persigue por las calles de París: “Ruinas, sois mis hermanas, vencidas, solitarias, / cada tarde os despido con mi solemne adiós. / ¿Dónde estaréis mañana, Evas octogenari­as, / marcadas por la garra espantable de Dios?”. Su dios también es el tiempo, el viejo Saturno que devora a sus hijos.

Baudelaire dijo que la música despertaba en él “todos los tormentos de un barco que sufre”, y finalmente saludó a la belleza diciéndole que el destino la sigue como un perro, pero que no importa si ella, que nos abre la puerta a algo infinito, viene del cielo o del infierno, ya que su efecto sobre nosotros es hacer menos opresivo el paso del tiempo y menos horrible el universo.

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