Pena por Whitney Houston y Édith Piaf
EL PASADO 11 DE FEBRERO ABRÍ EN INternet una biografía de Whitney y descubrí una coincidencia: ese día se cumplían nueve años de su muerte. Siempre me ha conmovido su interpretación de I Will Always Love you, la celebérrima composición de Dolly Parton que invariablemente relaciono con su situación personal en el ámbito de las drogas. En sus hermosos sostenidos la veo débil, indefensa, como se muestra en los brazos de Kevin Costner en aquel famoso filme de 1992, justo 20 años antes de su muerte.
En la muchacha de Nueva Jersey vi siempre a una mujer hermosa, dulce, capaz de trastornar, y a raíz de la famosa canción se intensificó mi admiración. De modo que con bastante frecuencia busco ese derroche de talento y sus condiciones vocales, y cada vez vuelvo a estremecerme. Encuentro en la Houston una poderosa contradicción entre su impetuosa personalidad y una indefensión que cede ante una sociedad alterada por los psicoactivos, elementos que han acabado con la vida de muchos artistas —Amy Winehouse y tantos otros—.
Aunque de origen diferente, hallo puntos de relación entre la multifacética Whitney y el gorrioncito también indefenso que habita en Édith Piaf, esa avecilla que voló de la calle parisiense en que nació, sobre el asfalto, a los centros más elevados de la capital francesa y del exterior, que se rinden ante su hermosa y temblorosa voz. Las dos se asocian en la medida en que la Piaf depende de un medicamento sin el cual se siente impotente para salir a escena, situación que empieza con los calmantes que requiere a raíz de un accidente. Ambas tocan mis más sensibles fibras por su vida, por sus cuerdas vocales, por enfrentar un demonio dominante: en un caso un alcaloide, en el otro un opiáceo, que se las lleva antes de cumplir 50 años de edad.
Causa dolor, en Whitney, la inocultable decadencia de su voz cuando, poco antes de morir, intenta recuperarse ante el público con la famosa canción de El guardaespaldas. Hay ahora apenas un recuerdo de lo que fuera en su apogeo y la diva termina ahogada en sus propias arcadas. ¡Qué dolor saber de este final!
En estas dos eximias artistas vemos una constante que se extiende a los privilegiados de la escena: pierden el sentido de la realidad y caen en el foso adonde han ido a parar muchos de sus compañeros de cielo, empujados quizá por la presión de sus seguidores. Sin ignorar, desde luego, la naturaleza especialmente permeable de los protegidos de las musas. ¿Protegidos? ¡Qué paradoja y qué drama el que viven los personajes cuya índole interior nos resulta tan compleja e inasible para comprender lo que ocurre allí donde nadie puede penetrar!
En el universo de quienes nos alimentan con su arte seguirán conviviendo el creativo Eros —la vida misma— en todo su esplendor y la destructiva acción de Tánatos —la muerte misma—. Parece ser este el balance propio de un continuum rector de la existencia, que comienza con los primeros aleteos de aquella y termina con el último hálito de lo que somos.
Tris más. El establecimiento no cesa de alardear de su cinismo. ¿Dónde? Ahí está visible en cada acto calculado de lo que hace el Gobierno. Para qué repetirlo.