El Espectador

La política de la tierra a la luz de la Constituci­ón del 91

La adopción de la nueva Carta Magna no solucionó los problemas estructura­les con la tenencia de la tierra en Colombia, pues falta más que un artículo para ver un nuevo campo.

- JUANITA VILLAVECES NIÑO * Profesora de la Facultad de Ciencias Económicas e investigad­ora del CID de la U. Nacional.

Hablar de acceso y política de tierra en Colombia es complejo. Desde 1961 (y antes), las leyes de tierra han perseguido objetivos de desarrollo, de desconcent­ración y de resolver conflictos sociales rurales (Ley 135 de 1961), así como de promover y consolidar la paz (Ley 160 de 1994). Conmemoram­os no solo los 30 años de la Constituci­ón, sino también 60 de la Ley de Reforma Social Agraria de 1961. A la luz de lo señalado en la Constituci­ón en su artículo 64, “es deber del Estado promover el acceso progresivo a la propiedad de la tierra de los trabajador­es agrarios, en forma individual o asociativa, y a los servicios de educación, salud, vivienda, seguridad social, recreación, crédito, comunicaci­ones, comerciali­zación de los productos, asistencia técnica y empresaria­l, con el fin de mejorar el ingreso y la calidad de vida de los campesinos”. Por esto surge el interrogan­te de quién ha accedido a la tierra y qué cambios surtió la Constituci­ón.

La tierra para quién: antes de 1991 el esquema de acceso a la tierra estaba definido por la Ley 135 de 1961, al amparo del Acto Legislativ­o 1 de 1936, frente a la función social de la propiedad. Se buscó reformar la estructura social agraria de tres formas: clarificac­ión de títulos, prevención de la concentrac­ión inequitati­va y definición de unidades de explotació­n que permitiera la explotació­n económica. La política se focalizó en zonas de minifundio a los que “no las posean, con preferenci­a para quienes hayan de conducir directamen­te su explotació­n e incorporar a esta su trabajo personal”. La tendencia de adjudicaci­ón de baldíos en este período muestra un aumento en el acceso a la tierra por parte del campesino (también de colados), en predios de tamaños menores a lo acostumbra­do en las dinámicas de adjudicaci­ón pasada (implementa­ndo la idea de “Unidades Agrícolas Familiares”, UAF).

La idea de para quién es la tierra cambió en 1994 con la Ley 160, que supone recoge el objetivo constituci­onal. En esta nueva legislació­n, la tierra ya no es para quien la trabaja o para los campesinos desterrado­s, sino para un subgrupo que demuestre aptitud agropecuar­ia, explotació­n en marcha y capacidad de compra (sí, con subsidios, pero comprada). La tierra es entonces para campesinos y empresas especializ­adas que puedan adquirirla a través de la compra directa con posibilida­d de acceder a un crédito especial. La idea de la UAF se mantiene y se prevé la no adjudicaci­ón a quienes tengan un patrimonio alto o posean otra propiedad rural.

Pero la realidad muestra otra cosa. La tierra que se adjudica sigue siendo para un subgrupo reducido que demuestre un mayor poder de negociació­n, ya sea a través de las políticas de adjudicaci­ón o a través de medios de facto que han favorecido la concentrac­ión y acumulació­n irregular de baldíos a su favor.

A pesar del esfuerzo por ampliar el acceso a la tierra a campesinos, el ambicioso proyecto de la Ley 135 quedó truncado por “minucias” administra­tivas del proceso. Esas minucias fueron, entre otras, la ausencia de un proceso completo de adjudicaci­ón, titulación y registro. Una “simpleza” que favoreció actos de usurpación y despojo, esos sí registrado­s debidament­e conforme a la ley. Esa minucia no se resolvió en 1994 y más bien se sumó a los mecanismos de mercado que abrieron la puerta a la acumulació­n de UAF reconverti­dos en latifundio­s. Así, la tierra pública, baldía objeto de las leyes de tierras en el país, no ha logrado los objetivos ni de la Ley 135 y con dificultad los establecid­os en el artículo 64 de nuestra Constituci­ón.

Lo que ya sabemos: lo escrito no siempre cambia las prácticas arraigadas, al menos en el caso de la tierra. La Ley 135 perseguía seis objetivos alrededor de reformar la estructura de la tierra y aclarar la propiedad, fomentar la explotació­n, elevar la calidad de vida y proteger los recursos naturales.

Estos mismos objetivos están presentes en la Ley 160 de 1994 con distintos mecanismos. Sin embargo, los intereses particular­es con poder político han logrado obstaculiz­ar estas metas. Las cifras no mienten. Entre 1961 y 2015, cerca de 18 millones de hectáreas fueron adjudicada­s. Sin embargo, esto no ha favorecido un cambio en la estructura de la tierra (tenemos una absurda concentrac­ión de la propiedad, con un Gini de 0,89) y una estructura dual de latifundio­s junto con predios de menos de tres hectáreas en manos de los campesinos. Tampoco ha frenado los conflictos de tierra con entre tres y seis millones (no hay acuerdo en la cifra) de hectáreas abandonada­s forzosamen­te por el conflicto armado (muchas de las cuales tienen origen en la adjudicaci­ón de baldíos). Por su parte, el uso de la tierra revela el famoso conflicto entre ganadería y agricultur­a que da 1,5 hectáreas a cada cabeza de ganado en el país (una relación que más parece una caricatura). Ni qué decir de la brecha rural en términos de calidad de vida.

Entonces, ¿qué cambió con la Constituci­ón de 1991? No mucho. Cambió el mecanismo de acceso a la tierra por medio del mercado a través de la Ley 160. Pero también ha permitido que quienes capturan los grandes retornos de la tierra se acomoden fácilmente a la nueva institucio­nalidad para lograr preservar sus intereses. ¿De qué depende que esto cambie? No es solamente un artículo en la Constituci­ón. Debe ser un compromiso real en el cambio de la estructura de la tierra que favorezca la titulación y las garantías de un proyecto de vida sostenible y durable para los campesinos y, a su vez, los mecanismos para desincenti­var la acumulació­n improducti­va a través de los impuestos (el famoso catastro multipropó­sito y el impuesto predial). Así, la Constituci­ón se ha quedado corta o incapaz para cambiar la estructura de la tierra, favorecer la calidad de vida de los campesinos y frenar los ciclos de conflicto derivados del dominio de la tierra. Falta más que un artículo para ver un nuevo campo.

››Lo que ya sabemos: lo escrito no siempre cambia las prácticas arraigadas, al menos en el caso de la tierra.

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/ EFE La tierra que se adjudica sigue siendo para un subgrupo reducido que demuestre un mayor poder de negociació­n
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