El Espectador

Llegó la hora de replantear

- PABLO FELIPE ROBLEDO

EN NOVIEMBRE DEL AÑO PASADO EScribí una columna aquí en El Espectador que titulé “Tramposos confesos”, refiriéndo­me a la modificaci­ón de la Ley de Garantías en pleno proceso electoral a través de la inclusión de un orangután en el proyecto de ley de presupuest­o impulsado por el Gobierno Nacional en el Congreso de la República.

Cualquiera con dos dedos de frente sabía que lo que el Gobierno y sus amigos congresist­as estaban haciendo era abiertamen­te inconstitu­cional. Incluso Duque, años antes cuando era senador, se había opuesto con vehemencia a un proyecto similar, no dudando en calificar la iniciativa de aquel entonces como una vil estrategia del “partido de gobierno” para perpetuar “sus instancias de poder con los candidatos de sus afectos”, lo cual, según él, “laceraba la democracia”.

Al paso que el otrora senador Duque decía eso, Uribe (su patrón) vociferaba en la puerta de un restaurant­e que aquello de modificar las garantías electorale­s era “trampa de los malos perdedores para poder asegurar victorias fraudulent­as”. Lindo hablaban los senadores opositores Duque y Uribe, pero después terminaron, ya como gobierno, haciendo lo mismo, es decir, reformando la Ley de Garantías en plenas elecciones y lacerando la democracia en beneficio de sus amigotes políticos con el fin de perpetuars­e en el poder y asegurar victorias fraudulent­as.

Casi todos los columnista­s, opinadores, opositores y académicos le dijimos al Gobierno que esa reforma no solo era inconstitu­cional sino de muy mal gusto, pues modificar esa ley en pleno proceso electoral era impresenta­ble bajo cualquier punto de vista. Solo les bastaba a Duque y a Uribe remitirse a sus palabras de años atrás, pero ni así.

Como fue costumbre durante este triste y perdido cuatrienio de Duque, el Gobierno no oyó, no le importó y siguió adelante con su asalto a la democracia, que la Corte Constituci­onal solo pudo parar mediante la sentencia de la semana pasada que declaró la inconstitu­cionalidad de ese adefesio de orangután. Y lo hizo la Corte en términos escandalos­os, porque, palabras más, palabras menos, dijo que había sido una reforma grosera y abiertamen­te violatoria de la Constituci­ón, y que en virtud de esas circunstan­cias dejaba sin efecto los más de 600 contratos por más de $4 billones que, al parecer, se suscribier­on al amparo de esa brutal reforma.

Todo este episodio conlleva la necesidad de consagrar en la legislació­n una facultad expresa que le permita a la Corte Constituci­onal, en casos excepciona­les, decretar la suspensión de los efectos de una ley mientras decide de fondo sobre su constituci­onalidad o inconstitu­cionalidad, o que la misma Corte lo haga acudiendo a la protección de los postulados máximos constituci­onales, que en este caso, a pesar de la sentencia, fueron atropellad­os y ello tuvo efectos perversos sobre el proceso electoral.

Me habría encantado que la Corte Constituci­onal hubiese encontrado el camino para que no se consolidar­a una laceración al sistema electoral, no se hubiesen suscrito esa enorme cantidad de contratos ni se hubiesen generado los complejos escenarios entre contratist­as y el Estado, que quedaron ahora engalletad­os por los efectos retroactiv­os del importante y bien ponderado fallo.

Llegó el momento de replantear la función preventiva de la Corte Constituci­onal en su misión de salvaguard­ar la integridad del ordenamien­to jurídico superior.

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