Llegó la hora de replantear
EN NOVIEMBRE DEL AÑO PASADO EScribí una columna aquí en El Espectador que titulé “Tramposos confesos”, refiriéndome a la modificación de la Ley de Garantías en pleno proceso electoral a través de la inclusión de un orangután en el proyecto de ley de presupuesto impulsado por el Gobierno Nacional en el Congreso de la República.
Cualquiera con dos dedos de frente sabía que lo que el Gobierno y sus amigos congresistas estaban haciendo era abiertamente inconstitucional. Incluso Duque, años antes cuando era senador, se había opuesto con vehemencia a un proyecto similar, no dudando en calificar la iniciativa de aquel entonces como una vil estrategia del “partido de gobierno” para perpetuar “sus instancias de poder con los candidatos de sus afectos”, lo cual, según él, “laceraba la democracia”.
Al paso que el otrora senador Duque decía eso, Uribe (su patrón) vociferaba en la puerta de un restaurante que aquello de modificar las garantías electorales era “trampa de los malos perdedores para poder asegurar victorias fraudulentas”. Lindo hablaban los senadores opositores Duque y Uribe, pero después terminaron, ya como gobierno, haciendo lo mismo, es decir, reformando la Ley de Garantías en plenas elecciones y lacerando la democracia en beneficio de sus amigotes políticos con el fin de perpetuarse en el poder y asegurar victorias fraudulentas.
Casi todos los columnistas, opinadores, opositores y académicos le dijimos al Gobierno que esa reforma no solo era inconstitucional sino de muy mal gusto, pues modificar esa ley en pleno proceso electoral era impresentable bajo cualquier punto de vista. Solo les bastaba a Duque y a Uribe remitirse a sus palabras de años atrás, pero ni así.
Como fue costumbre durante este triste y perdido cuatrienio de Duque, el Gobierno no oyó, no le importó y siguió adelante con su asalto a la democracia, que la Corte Constitucional solo pudo parar mediante la sentencia de la semana pasada que declaró la inconstitucionalidad de ese adefesio de orangután. Y lo hizo la Corte en términos escandalosos, porque, palabras más, palabras menos, dijo que había sido una reforma grosera y abiertamente violatoria de la Constitución, y que en virtud de esas circunstancias dejaba sin efecto los más de 600 contratos por más de $4 billones que, al parecer, se suscribieron al amparo de esa brutal reforma.
Todo este episodio conlleva la necesidad de consagrar en la legislación una facultad expresa que le permita a la Corte Constitucional, en casos excepcionales, decretar la suspensión de los efectos de una ley mientras decide de fondo sobre su constitucionalidad o inconstitucionalidad, o que la misma Corte lo haga acudiendo a la protección de los postulados máximos constitucionales, que en este caso, a pesar de la sentencia, fueron atropellados y ello tuvo efectos perversos sobre el proceso electoral.
Me habría encantado que la Corte Constitucional hubiese encontrado el camino para que no se consolidara una laceración al sistema electoral, no se hubiesen suscrito esa enorme cantidad de contratos ni se hubiesen generado los complejos escenarios entre contratistas y el Estado, que quedaron ahora engalletados por los efectos retroactivos del importante y bien ponderado fallo.
Llegó el momento de replantear la función preventiva de la Corte Constitucional en su misión de salvaguardar la integridad del ordenamiento jurídico superior.