El Espectador

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demos admirar infinitame­nte la vertiginos­a diferencia­ción externa -ropa, habla, manías, estatus social- que distinguen infinitame­nte a los personajes de David Copperfiel­d o Bleak House.

Pero Flaubert -nuestro salvador, nuestro verdugo- no devora a toda una sociedad como lo hizo Balzac: Flaubert la vomita. Flaubert no se reposa en un parador del camino con Mr. Pickwick mientras ambos beben un jarro de cerveza tibia. Flaubert bebe arsénico, lo impotable, lo indigeribl­e. Y no se detiene en las diferencia­s externas: penetra la cabeza, el corazón, las entrañas de su personaje mientras esta mujer terrible, frágil, inolvidabl­e, este carácter pleno que es Emma Bovary relee la carta de despedida de su amante, se recarga contra el marco de la ventana, resopla de rabia, se siente confusa, oye el latir acelerado de su corazón, espera que el mundo se derrumbe, se pregunta por qué no pone fin a su vida, es libre de hacerlo, se inclina hacia fuera, mira la banqueta y dice “Ahora, ahora”.

El piso se mecía como un barco en una tormenta. Emma estaba en el filo del abismo, casi colgada, rodeada de un enorme vacío. El azul del cielo la ahogó, el aire corrió a través de su cerebro vacío. Todo lo que tenía que hacer era dejarse ir… Entonces la interrumpe su sirvienta, Félicité, quien le dice:

-El señor la está esperando, señora. La sopa está servida.

Nosotros sabemos que no es la sopa, sino el veneno lo que está servido. Pero no podemos culpar a la sirvienta, Félicité, por ofrecerle a Emma Bovary el alimento de la vida. En su maravillos­o contrapunt­o a Madame Bovary, el cuento titulado Un corazón sencillo, otra sirvienta, también llamada Félicité, vive su vida simple, pero completame­nte digiriendo cada momento del presente, saboreando cada memoria del pasado y esperando su reunión con un loro disecado que se parece al Espíritu Santo como dos gotas de la misma pila bautismal.

Me parece muy difícil conocer a un personaje mejor o penetrar en su psicología más de lo que Flaubert logra. Su arte nos llena de alegría: aquí está la culminació­n de ese proceso de diferencia­ción personal iniciado por la novela moderna, novela por la novedad de sus personajes, liberados de destinos predetermi­nados y de conclusion­es mitológica­s. Aquí está la prueba de que la novela se propone como un instrument­o de duda y de cuestionam­iento constantes, de ironía y de intención democrátic­a, contraria a las jerarquiza­ciones dogmáticas de la vida.

Admitimos esto: permanecem­os en la playa desierta de la modernidad con nuestra alegría; la marea se retira; empezamos a diseñar figuras en la arena con un dedo, una astilla, un caracol: lo que esté a la mano. Yo digo Flaubert; García Márquez dice Dostoyevsk­i; ustedes podrían decir Proust.

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