Sin alivio en el asesinato de ambientalistas en el país
EL DOLOR ES DIFÍCIL DE PROCESAR. En los últimos 10 años, Colombia ha aportado 322 de los 1.731 ambientalistas asesinados en todo el mundo. Ese poco más del 18 % nos ubica, después de Brasil, como el segundo país más peligroso en el mundo para abogar por los usos responsables de la tierra y la sostenibilidad. Solo el año pasado, según las cifras de Global Witness que llevan el rastro de estos crímenes, en Colombia asesinaron a 33 activistas ambientales, apenas superados por México, que presentó la horrible cifra de 54 personas asesinadas. Veníamos, por cierto, de una serie de crímenes increíble: en 2019 ocurrieron 64 homicidios de ambientalistas y en 2020 fueron 65. Por donde se le mire, se trata de una crisis humanitaria.
Detrás de los asesinatos están los sospechosos habituales: la minería ilegal, que necesita expandirse siempre; los cultivos ilícitos de droga, que no respetan ningún tipo de oposición, y ese expansionismo extractivista que se alía con los actores armados al margen de la ley para violentar a cualquier persona que les apueste a las instituciones y a la democracia. Las víctimas también son conocidas: la mitad de las personas asesinadas el año pasado pertenecían a grupos indígenas, todas eran vulnerables en zonas donde el Estado no ejerce control efectivo. Por ejemplo, como contamos en El Espectador, Sandra Liliana Peña Chocué era una indígena nasa que se oponía a los cultivos ilícitos de coca en el Cauca y un día hombres armados la sacaron de su casa para asesinarla. Colombia le falla a su población más indefensa.
Esa reducción en asesinatos entre 2020 (65) y el 2021 (33) no es para celebrar. Como explica Global Witness, “las cifras actuales siguen siendo impactantes y, aunque estos datos pueden ir y venir cada año, siguen siendo muy altos”. Los defensores saben que su trabajo es una actividad de alto riesgo. Lo explica Óscar Sampayo, defensor ambiental: “Las consecuencias de la violencia se sienten particularmente en los grupos más vulnerables, incluidos los pequeños agricultores y los pueblos indígenas”.
¿Qué hacemos ante tanta tragedia y frustración? Hay tres cambios en la estrategia impulsada desde el Gobierno Nacional que dan por lo menos la esperanza de probar una nueva aproximación. Desde el Ministerio de Agricultura se adelanta una ambiciosa agenda de titulación que hace poco otorgó 681.372 hectáreas de tierra que beneficiarán a campesinos, indígenas y afrodescendientes. Por su parte, el presidente Gustavo Petro ha iniciado acercamientos con las comunidades cocaleras para ofrecerles un pacto de no persecución y regulación de la hoja de coca, así como el impulso decidido a la sustitución voluntaria, lo que esperamos disminuya los índices de violencia. Por último, avanza en el Congreso, al fin, la ratificación del Acuerdo de Escazú, un mecanismo internacional que desarrolla herramientas para proteger a los ambientalistas que están en mayor riesgo.
¿Será suficiente? Está por verse, pero mientras no haya un monopolio de la fuerza en el Estado es difícil pensar en que la violencia cederá por completo. Lo que sí es claro es que esta debería ser una de las prioridades del Gobierno. No podemos soportar, año tras año, tantos muertos.
‘‘La reducción en asesinatos entre 2020 (65) y 2021 (33) no es para celebrar. Como explica Global Witness, «aunque estos datos pueden ir y venir cada año, siguen siendo muy altos».