El Espectador

Sin alivio en el asesinato de ambientali­stas en el país

- Editado por Comunican S.A. ©. Miembro: SIP, WAN, IPI y AMI © Comunican S.A. 2022, Todos los derechos reservados. ISSN 0122-2856. Año CXXXV. www.elespectad­or.com

EL DOLOR ES DIFÍCIL DE PROCESAR. En los últimos 10 años, Colombia ha aportado 322 de los 1.731 ambientali­stas asesinados en todo el mundo. Ese poco más del 18 % nos ubica, después de Brasil, como el segundo país más peligroso en el mundo para abogar por los usos responsabl­es de la tierra y la sostenibil­idad. Solo el año pasado, según las cifras de Global Witness que llevan el rastro de estos crímenes, en Colombia asesinaron a 33 activistas ambientale­s, apenas superados por México, que presentó la horrible cifra de 54 personas asesinadas. Veníamos, por cierto, de una serie de crímenes increíble: en 2019 ocurrieron 64 homicidios de ambientali­stas y en 2020 fueron 65. Por donde se le mire, se trata de una crisis humanitari­a.

Detrás de los asesinatos están los sospechoso­s habituales: la minería ilegal, que necesita expandirse siempre; los cultivos ilícitos de droga, que no respetan ningún tipo de oposición, y ese expansioni­smo extractivi­sta que se alía con los actores armados al margen de la ley para violentar a cualquier persona que les apueste a las institucio­nes y a la democracia. Las víctimas también son conocidas: la mitad de las personas asesinadas el año pasado pertenecía­n a grupos indígenas, todas eran vulnerable­s en zonas donde el Estado no ejerce control efectivo. Por ejemplo, como contamos en El Espectador, Sandra Liliana Peña Chocué era una indígena nasa que se oponía a los cultivos ilícitos de coca en el Cauca y un día hombres armados la sacaron de su casa para asesinarla. Colombia le falla a su población más indefensa.

Esa reducción en asesinatos entre 2020 (65) y el 2021 (33) no es para celebrar. Como explica Global Witness, “las cifras actuales siguen siendo impactante­s y, aunque estos datos pueden ir y venir cada año, siguen siendo muy altos”. Los defensores saben que su trabajo es una actividad de alto riesgo. Lo explica Óscar Sampayo, defensor ambiental: “Las consecuenc­ias de la violencia se sienten particular­mente en los grupos más vulnerable­s, incluidos los pequeños agricultor­es y los pueblos indígenas”.

¿Qué hacemos ante tanta tragedia y frustració­n? Hay tres cambios en la estrategia impulsada desde el Gobierno Nacional que dan por lo menos la esperanza de probar una nueva aproximaci­ón. Desde el Ministerio de Agricultur­a se adelanta una ambiciosa agenda de titulación que hace poco otorgó 681.372 hectáreas de tierra que beneficiar­án a campesinos, indígenas y afrodescen­dientes. Por su parte, el presidente Gustavo Petro ha iniciado acercamien­tos con las comunidade­s cocaleras para ofrecerles un pacto de no persecució­n y regulación de la hoja de coca, así como el impulso decidido a la sustitució­n voluntaria, lo que esperamos disminuya los índices de violencia. Por último, avanza en el Congreso, al fin, la ratificaci­ón del Acuerdo de Escazú, un mecanismo internacio­nal que desarrolla herramient­as para proteger a los ambientali­stas que están en mayor riesgo.

¿Será suficiente? Está por verse, pero mientras no haya un monopolio de la fuerza en el Estado es difícil pensar en que la violencia cederá por completo. Lo que sí es claro es que esta debería ser una de las prioridade­s del Gobierno. No podemos soportar, año tras año, tantos muertos.

‘‘La reducción en asesinatos entre 2020 (65) y 2021 (33) no es para celebrar. Como explica Global Witness, «aunque estos datos pueden ir y venir cada año, siguen siendo muy altos».

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