Aquel lugar
CUANDO LA TEMPORADA DE EXÁMEnes nos ofrecía la oportunidad de salir del colegio antes del horario habitual, la recomendación de los profesores era siempre la misma: “Se van derechito a sus casas y se ponen a estudiar para el examen de mañana”. Las opciones eran pocas: obedecer o salir a rututear por lugares a los que jamás nos dejaban ir con permiso.
En una de esas excursiones que improvisábamos en época de exámenes, visité el barrio de una de mis compañeras. Mi amiga era hija de un funcionario del Central Río Haina. Vivía en Gringo, en el área residencial exclusiva para empleados del ingenio azucarero. Al llegar sentí una extraña turbación. Cuando dejamos atrás las vías del tren, por donde serpenteaba la máquina con sus vagones repletos de caña, aparecieron esas casas con mallas metálicas en los ventanales, terrazas con mecedoras y palmeras en los patios cercados donde picoteaban las gallinas. ¿Cómo era posible que tuviera la sensación de haber estado en ese lugar y al tiempo la seguridad de que era la primera vez que lo visitaba?
Estaba viendo lo que tenía delante, el escenario tangible que era el barrio Gringo, pero, al mismo tiempo, lo comparaba con un paisaje interior que guardaba en el álbum de mi memoria lectora. Lo que mis ojos estaban mirando por primera vez me hizo recordar el fragmento de un libro que leía cuando era carajita, desoyendo ese dudoso consejo que dice: “A tu edad no lo puedes entender”.
“Ya el pueblo se había transformado en un campamento de casas de madera y techos de zinc, poblado por forasteros que llegaban de medio mundo en tren, no solo en los asientos y plataformas sino hasta en el techo de los vagones. Los gringos, que después llevaron sus mujeres lánguidas con trajes de muselina y grandes sombreros de gasa, hicieron un pueblo aparte al otro lado de la línea del tren, con calles bordeadas de palmeras, casas con ventanas de redes metálicas, mesitas blancas en las terrazas y ventiladores de aspas colgando del cielorraso, y extensos prados azules con pavorreales y codornices”.
Antes de decirle a un niño que abandone una lectura porque no podrá entenderla, los grandes deberían considerarlo al menos tres veces. Que yo recordara ese libro contemplando aquel lugar quería decir que no fue solo un objeto con el que trataba de imitar un pasatiempo de los adultos o con el que pretendía insistir en llevarles la contraria. Ese libro había dejado una huella en mí y el reconocimiento de esa huella supuso una clase de felicidad que hasta entonces desconocía.
Cuando volví a mi casa, la mujer que me cuidaba me sometió a un interrogatorio digno de los más sofisticados servicios de inteligencia. Me hacía preguntas sin interrumpir sus oficios, como si lo que estaba haciendo fuera de mayor trascendencia que mis explicaciones. Y sin embargo sabía que mi suerte pendía de un hilo finísimo. Así que seguí encadenando una mentira tras otra, usando la imaginación para salvar mi pellejo de la pela que me iban a dar si descubrían qué tan lejos me habían llevado mis andanzas.
—Entonce, ¿adónde e que vive la amiguita tuya?
—Yo te dije. En un barrio cerca del colegio. —Sí, pero, el barrio, el barrio… ¿Cómo e que se llama?
—Macondo.
¿Podría decir que fue la mayor recompensa que recibí de un libro aún sin entender muy bien lo que leía? Tal vez sí. Se había puesto en marcha un singular mecanismo que entonces no sabía nombrar con otra palabra que no fuera magia. Y no hay un niño, no hay una sola niña que no sepa que la magia, si queremos preservar su encanto, no debe explicarse. sorayda.peguero@gmail.com