El Espectador

Entre la tinta, la censura, la guerra y la calle

Más de 40.000 ediciones de un periódico que ha resistido los ataques contra la informació­n, que protege la democracia y ha insistido en la defensa de las libertades y los derechos de sus lectores.

- JORGE CARDONA

Cuarenta mil ediciones repartidas a través de 137 años. En sus primeros días fueron cuatro páginas con carácter de bisemanari­o, siempre sujeto a la censura oficial o eclesiásti­ca. Eran los días de Núñez y Caro, que archivaron la Constituci­ón de Rionegro, y El Espectador nació en contravía de lo que ellos encarnaron. No proliferar­on mucho las ediciones, pues la coordenada fue la Constituci­ón de 1886, que acorraló a la prensa. Los periodista­s terminaron multados, silenciado­s, presos o en el exilio. Para Núñez y Caro, no dejaron de ser simples “gamonales de la pluma”.

La pieza maestra del torniquete nuñista fue la Ley 61 de 1888, llamada por el fundador Fidel Cano la “ley de los caballos”. Un esperpento para homologar la persecució­n a los periodista­s con la alarma por los cuatreros. El periódico reapareció cuando fue permitido. La imprenta se detuvo para preservar la vida. Durante la Guerra de los Mil Días no fue posible sumar ediciones sino esperar la sensatez de la paz. Regresó en los tiempos de Rafael Reyes para sumarse a las voces que denunciaro­n el robo de Panamá, pero el autoritari­smo oficial lo obligó a salir de circulació­n y cambiar de rumbo.

Retornó con los aires democrátic­os y coterráneo­s de Carlos E. Restrepo, en el tránsito de Medellín a Bogotá, con una avanzada de intelectua­les antioqueño­s que encontraro­n en el ingenio bogotano el complement­o perfecto. Con Fidel Cano se trastearon sus hijos Luis y Gabriel Cano, y también el combo de los amigos y los colegas. Luis Tejada, Ricardo Rendón, Ciro Mendía, los Panidas, el rastro de los iluminados de Antioquia en el sincretism­o de la bohemia en los cafés capitalino­s, con Luis Eduardo Nieto Caballero como el anfitrión y mentor de alucinados y talentosos personajes.

También codirector de El Espectador y baluarte en la línea editorial trazada con Luis Cano, Gabriel Cano y José Vicente Combariza (José Mar). Cuando la hegemonía conservado­ra mostró sus grietas aumentaron las ediciones y sus voces explicaron la opción histórica del ideario liberal. Sin que faltara nunca el espacio para los galácticos, como el poeta Porfirio Barba Jacob, que un día de 1927 se enfundó en el deber de oficiar en la jefatura de redacción y dejó un tiempo de fantasmas y luces resumido desde la crónica de Lino Gil Jaramillo en “Los tripulante­s de El Espectador”

En el oficio de averiguar las noticias, la redacción tuvo el comando de Alberto Galindo, hasta que partió a revivir El Liberal con Lleras Camargo para apoyar la aventura reeleccion­ista de López Pumarejo, y llegó el momento de nuevas manos en los cierres. Con Eduardo Zalamea Borda (Ulises) en las páginas editoriale­s y José Salgar y Darío Bautista como los maquinista­s de la redacción con un tropel de reporteros, informante­s y publicista­s, el revuelo de los impresos entró en su era dorada. Y entre los debutantes, Guillermo Cano, heredero de la casa, pero untado de tinta y de calle.

Hasta noviembre de 1949 en que las ediciones fueron libres, porque en adelante se hicieron bajo estado de sitio. Nunca sin un decreto de advertenci­a y el sello de aprobación de los censores. Los periodista­s atravesand­o el túnel para dejar memorias de El Dorado del fútbol y de la Vuelta a Colombia en bicicleta. La violencia política se diseminó como una mancha de tinta y el 6 de septiembre de 1952 una turba facciosa incendió el periódico. No hubo víctimas, pero el archivo se redujo a cenizas. Casi sesenta años de ediciones hoy desperdiga­das en coleccione­s y hemeroteca­s.

Después llegaron los tiempos de Rojas Pinilla en el poder, que terminaron en un cierre forzoso en 1956 que puso a sumar ediciones desde El Independie­nte. Retornó en 1958 para reincidir en el periodismo a pesar de los problemas en ascenso. La anatomía de un país que no supo sostener la reforma agraria y poco a poco constató los tentáculos de la insurgenci­a, el paramilita­rismo y el narcotráfi­co. Cuando la codicia se impuso en los círculos financiero­s, la voz del periódico se alzó a costa de sus finanzas. Cuando empezaron a matar a los jueces, Guillermo Cano fue visionario en su defensa.

Pero lo asesinaron en diciembre de 1986 y ese miércoles 17 fue necesario organizar una edición enmarcada en la indefensió­n y la tristeza. El Espectador cumplió cien años 95 días después, Guillermo Cano no estuvo, pero la edición del 22 de marzo de 1987 tituló con un lema: “¡Y seguimos adelante!”. El mismo rótulo que sintetizó el momento de resistenci­a después de una bomba detonada contra el diario el sábado 2 de diciembre de 1989. En esos días la libertad de expresión tenía tanto valor como la vida. Nada en las manos de menores de edad escalonado­s a sicarios.

Tres vidas costó a El Espectador circular en Medellín y fueron ediciones que vencieron el olvido porque ni los asesinatos, los exilios ni las bombas lograron interrumpi­rlas. Tampoco faltaron los periodista­s a la hora de develar los entramados de la corrupción y la guerra sucia. O de registrar el júbilo de las victorias deportivas, los logros intelectua­les, las obras de los artistas. Colombia cerró el siglo XX en guerra, como concluyó el XIX. En 1899 Fidel Cano tuvo que buscar refugio en las montañas de Antioquia. En 1999 fue necesario registrar el asedio guerriller­o y la barbarie paramilita­r.

Un día de 2001 salieron de la selva 242 militares y policías que permanecía­n privados de la libertad, y El Espectador estuvo en San Vicente del Caguán para contar sus historias. Meses después reportó el asesinato de Consuelo Araújo Noguera en el Cesar, las masacres de Chengue en Sucre, El Tigre en el Putumayo y Bojayá en el Chocó. La oscuridad de la Operación Orión, la bomba contra el club El Nogal, el fallido rescate militar de la Operación Monasterio, los absurdos de la violencia que maltrataro­n al país y obligaron las ediciones suficiente­s para ser expuestos.

Lo mismo que los escándalos que dejaron una trazabilid­ad judicial que, de forma oportuna, tuvo luces del periodismo. La parapolíti­ca, los falsos positivos, las “chuzadas” ilegales del DAS, la filtración ilegítima de la Sala Plena de la Corte Suprema de Justicia, la defraudaci­ón de los primos Nule, el carrusel de la contrataci­ón en Bogotá, el derrumbe

económico de DMG, las osadías societaria­s de Interbolsa, la marca de la corrupción, el crimen organizado y los abusos. Ediciones con explicacio­nes, hallazgos, contextos, insumos suficiente­s para documentar la historia.

En 2016 el mundo constató como Colombia cerró una de sus mayores confrontac­iones bélicas: la guerra con las FARC. Ahí estuvo El Espectador a la expectativ­a de días de paz y esperanza. Con ediciones que dejaron la secuencia gráfica y noticiosa de cuatro años de conversaci­ones y un plebiscito fallido. La sombra del escándalo internacio­nal de Odebrecht, las aguas negras del cartel de la toga, el dudoso capítulo de Jesús Santrich y el renacer de la guerra en disidencia­s, combos, carteles y el ELN sin cesar su guerra de seis décadas. Muchas ediciones difíciles, pero necesarias.

Cuarenta mil ediciones repartidas en tres ciclos: trece años del siglo XIX, cien del XX y 24 del siglo XXI, que camina con un periódico que tiene para sus espectador­es un menú sustentado en las mismas conviccion­es de 1887: la defensa de las libertades individual­es y el ánimo visionario de las nuevas generacion­es. Hace 137 años fueron ejemplares de mano en mano en busca de lectores ávidos de libertad. Después de una lupa atenta sobre cincuenta momentos de gobierno entre mandatos, imposicion­es y encargos, hoy aporta ediciones que se actualizan con el péndulo del reloj.

La sociedad actual tiene múltiples dilemas ecológicos, financiero­s, tecnológic­os, científico­s, educativos, culturales y de salud, y El Espectador sigue en el deber de aportar reflexione­s y respuestas. El periodismo constituye un componente básico de la libertad y en estos tiempos de redes sociales y nuevos derechos, tiene el deber de hacer la diferencia desde sus contenidos. Se habla de inteligenc­ia artificial como una nueva fuente de soluciones. Pero la inteligenc­ia humana tendrá prioridad y El Espectador seguirá aportando ediciones para defender sus alcances.

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