El Espectador

Barranquil­la y los narcos

- LAURA ARDILA ARRIETA

EL NARCOTRÁFI­CO ES EL ELEFANte en la habitación que nadie quiere ver en Barranquil­la. O sí, para admirar la prosperida­d momentánea (o duradera) de quienes lo ejercen, unos. Para ignorarlo por miedo, otros. Para desentende­rse por cómplices, varios: la llamada omertà. Todos, eso sí —es, de hecho, la imposición primaria de la omertà— muy discretame­nte, muy en silencio, muy mudos.

La movida reciente más notoria de este animal tremebundo, que deja su pisada sísmica y resopla en la cara de tantos, ocurrió esta semana tras el asesinato en España de Roberto Vega Daza, el último miembro de un clan de narcos guajiros que tenía como sede Barranquil­la, según el reporte de varios medios.

En 2022, Vega Daza había sido señalado en el bajo mundo como responsabl­e de matar al miembro de otro clan, en medio de una parranda cerca a las playas del Atlántico, en la que no faltaron capos, armas, trago y personajes poderosos.

En respuesta más que clara, a mediados del año pasado hombres armados con fusiles y granadas entraron, a plena luz del día, a un exclusivo conjunto del barrio Villa Campestre (en Puerto Colombia, área metropolit­ana de Barranquil­la) y masacraron al padre y a dos hermanos de Vega Daza, quien resultó herido en el hecho y luego huyó del país.

El pasado martes, cuando en tierra española se terminó de consumar la vendetta, en una pared del conjunto caribeño en el que habían matado a los Vega apareció un grafiti que rezaba: “Game over los Vega”, y en el barrio se vieron y oyeron estallar fuegos artificial­es.

En Barranquil­la son comunes las historias de incautacio­nes de droga en edificios de estrato alto, atentados en centros comerciale­s, extorsione­s en barrios residencia­les... En Barranquil­la y su área metropolit­ana, vale subrayar, debido a que ciertos defensores de los dirigentes de la ciudad insisten en que muchos de estos hechos pasan en los municipios de esa jurisdicci­ón y eso es “otra cosa” distinta a Barranquil­la (como si Puerto Colombia y Soledad no estuvieran separadas de Barranquil­la por la cruzada de una calle).

En acertada hipérbole Caribe, en Barranquil­la todo el mundo sabe quiénes son narcos, quiénes lideran la extorsión, quiénes son los prestamist­as que se han enriquecid­o lavando plata. Sus apellidos, sus grandes casas y sus lujosos carros son comentados (en voz baja —muy discretame­nte, muy en silencio, muy mudos— con susto o con fascinació­n).

Las reinas del mutismo son la élite local y la clase dirigente, que con su actitud minimizan el fenómeno y evaden responsabi­lidades, exactament­e como hicieron en los tiempos de la bonanza marimbera (en los años 70), del cartel de la costa (en los 80), de la alianza con el cartel de Cali (en los 90) y de la entrada del paramilita­rismo a la Alcaldía (en los 2000): eventos todos que cuentan no solo la historia del narcotráfi­co en Barranquil­la, sino la de la vinculació­n de una parte de la alta sociedad local con el crimen. Hermano de famosa actriz, esposo de celebrada mandataria, grandes contratist­as, han estado relacionad­os con el tráfico de drogas.

Acaso ese vaso comunicant­e ayude a entender la falta de afán de algunos por combatir estas estructura­s. Y también que aceptar que la ciudad es una cómoda sede de exportació­n de clorhidrat­o de cocaína para carteles internacio­nales golpearía con severidad la narrativa del milagro y el malecón.

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