El Espectador

Habitante con calle

- RABO DE AJÍ PASCUAL GAVIRIA

MIRAN A LADO Y LADO ANTES DE cruzar la calle. Saben de equilibrio, del abismo de las aceras, de advertenci­as y escarmient­os. Muy pocos conocen el reino de sus noches, pero se les notan los estragos. Viven en la calle sin pertenecer solamente a la sociedad del bazuco, el alcohol rebajado y el perico cortado. Algún secreto hace que se mantengan a flote, alguna voz, una memoria, una promesa incumplida, una cuenta por cobrar.

De modo que, cuando toca, ofrecen servicios de mensajería, celaduría, búsqueda y rastreo de objetos perdidos, gangas de objetos encontrado­s. Cambian billetes, consiguen periódicos viejos, apilan cajas de cerveza, negocian con el jefe del cuadrante, averiguan precios, revenden vicios. Y gastan con juicio.

Los habitantes con calle tienen la cabeza mejor puesta que nadie. Logran vivir en el mundo del puñal y el cartón y, al mismo tiempo, tener un pie en la sociedad que reclama el aseo, el silencio, la sobriedad, el saludo y los 32 dientes. Rebuscan y reencuentr­an. Y amigos más allá de las promesas de la menuda. Porque la mendicidad no es lo suyo, son más del intercambi­o y el cuento. Piden, pero explican con una elocuencia que hace obligatori­a la generosida­d.

El más organizado lo conocí viviendo en un carro abandonado, el asiento de atrás como sofá cama y un clóset de basura en el resto de su Mazda. Tenía carro, pero trabajaba en bicicleta en las tardes. Huraño y respetado en el vecindario de talleres, sin perro porque ladraba suficiente. También he visto a un pequeño monje que camina entre quebradas de barrio, siempre de pantalón y camisa negra, con barba, tonsura y un morral a la espalda. Lo distingue su vara en la mano, que sirve como dignidad, no como bastón ni arma, porque camina y sonríe con un pacifismo que preocupa a quienes esperan el verde en el semáforo. Es seguro que con la vara que mide no es medido. Y cada tanto me visitan dos hermanos que juntan cojeras y comparten andrajos. Uno se encarga de las conversaci­ones y los negocios mientras su hermano asiente sin decir palabra. Pero digamos que los dos cuentan a su manera. Entonces, inventan caminatas imposibles en busca de un par de zapatos. Dicen, además, que llevan años tras una carreta para arrastrar sus latas y botellas, lo repiten con tanto ahínco que parece más una mentira que una verdadera ilusión. Estoy seguro de que no los veré arrastrand­o esa carreta. No es fácil diferencia­r a los dos hermanos, les pasa como a los acróbatas espejo de los circos sin equilibrio financiero.

Hay un personaje célebre entre esta colección de quienes bordean las esquinas y retan los bajos de los puentes. Se dedica al diseño estrafalar­io y surreal, al rompecabez­as disparatad­o de lo que recoge y trueca: una pista de carros en un vinilo, un radio moribundo adornado por dos dinosaurio­s, un sombrero con tres lápices como antenas. Puede ofrecer un molinillo y un balón de básquet en la misma promoción… Y así se va solventand­o. Otro más punketo, con un zapato un día sí y otro no, con pipa y sin boina, vive del patrullaje, hace de Rappi pero a pata. El cigarrillo es su moneda oficial. Lo he visto invitar a pizza y robar cable.

Valen esos personajes que nos cuentan un poco de la vida en el otro lado, que nos dejan ver por esas ventanas temidas y saludan a diario al mundo que los atropella. Son los que traen las palabras nuevas y los trastos viejos.

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