El último guandú
La noticia nos dejó a todos en casa fuera de base. El primer lamento de mi hija fue añorar el cucayito con suero que compartíamos a 6 manos en un juego de hacernos los tontos, pero con el fin de comer más que el otro, tal era el apego a esa porción de arroz crocante, delicioso per se, pero con un nota extra que le aportaba el suero a las papilas gustativas, que nos llevaba a pedir una segunda porción.
Ese juego goloso era para nosotros una especie de ritual en el que uno incorpora a su cultura familiar gastronómica un restaurante en el que nos sentimos a gusto porque es capaz de garantizarnos ese ambiente, y respaldarlo con lo que uno más agradece cuando come por fuera: que la comida sepa siempre a lo mismo, como en casa. Por eso volvíamos.
Cuando mi hija me preguntaba por qué se comía tan rico en el Tremendo Guandú, le decía eso, que se debía a que cuando ella tenía deseos de comer su carne asada preferida, la saboreaba camino al restaurante y, cuando llegaba allá, se encontraba con que esa sensación que llevaba en la lengua era satisfecha a cabalidad. Eso, hija, es lo que hace grande a un restaurante.
También lo hace grande el hecho de ofrecer un ambiente sin altisonancias, criollo pero sin bulla, elegante, con meseros eficientes y tan respetuosos que solo hablan lo estricto, para crear un clima al que es un honor invitar a alguien para hacerle saborear esas delicias culinarias que recomendamos.
Lo hace más grande todavía su complicidad para matar un guayabo, momento en el que aparece el sancocho de guandú que le da el nombre al sitio. El propio ‘vuelve a la vida’, acompañado de un guarapo cuyo lejano dulce equilibraba el amargo de la cerveza que completaba el protocolo de tratamiento intensivo para la ‘postpea’.
Después de casi 4 décadas de estar cocinando para el exigente gusto gastronómico de esta esquina del Caribe, se apagan los fogones del Tremendo Guandú por decisión de su propietario, Isnardo Pinilla. Solo él sabe en su interior lo que es tomar una determinación tan dolorosa frente a lo que le dedicó, literalmente, la mitad de su vida. Pero, también, nos deja a nosotros con la sensación de un duelo parecido, porque lamentamos que una institución de esta naturaleza, declarada por unanimidad patrimonio gastronómico de la ciudad, cierre sus puertas.
No va a ser fácil, pero nos tocará aceptar que debemos resignarnos a que cuando el sistema límbico le mande a las papilas gustativas los estímulos que hacen evocar el sabor de la sobrebarriga asada, delgadita y de fibras largas, no habrá recompensa al final porque ya nadie la está cocinando con la maestría y el cariño con que lo hacían en la carrera 43 entre calles 74 y 75, las coordenadas del restaurante.
En sus paredes queda consignada una larga historia de personajes que se sentaron a comer a su mesa, criollos y extranjeros, que el Pini consideró que merecían la foto.