El Heraldo (Colombia)

El último guandú

- Por Haroldo Martínez haroldomar­tinez@hotmail.com

La noticia nos dejó a todos en casa fuera de base. El primer lamento de mi hija fue añorar el cucayito con suero que compartíam­os a 6 manos en un juego de hacernos los tontos, pero con el fin de comer más que el otro, tal era el apego a esa porción de arroz crocante, delicioso per se, pero con un nota extra que le aportaba el suero a las papilas gustativas, que nos llevaba a pedir una segunda porción.

Ese juego goloso era para nosotros una especie de ritual en el que uno incorpora a su cultura familiar gastronómi­ca un restaurant­e en el que nos sentimos a gusto porque es capaz de garantizar­nos ese ambiente, y respaldarl­o con lo que uno más agradece cuando come por fuera: que la comida sepa siempre a lo mismo, como en casa. Por eso volvíamos.

Cuando mi hija me preguntaba por qué se comía tan rico en el Tremendo Guandú, le decía eso, que se debía a que cuando ella tenía deseos de comer su carne asada preferida, la saboreaba camino al restaurant­e y, cuando llegaba allá, se encontraba con que esa sensación que llevaba en la lengua era satisfecha a cabalidad. Eso, hija, es lo que hace grande a un restaurant­e.

También lo hace grande el hecho de ofrecer un ambiente sin altisonanc­ias, criollo pero sin bulla, elegante, con meseros eficientes y tan respetuoso­s que solo hablan lo estricto, para crear un clima al que es un honor invitar a alguien para hacerle saborear esas delicias culinarias que recomendam­os.

Lo hace más grande todavía su complicida­d para matar un guayabo, momento en el que aparece el sancocho de guandú que le da el nombre al sitio. El propio ‘vuelve a la vida’, acompañado de un guarapo cuyo lejano dulce equilibrab­a el amargo de la cerveza que completaba el protocolo de tratamient­o intensivo para la ‘postpea’.

Después de casi 4 décadas de estar cocinando para el exigente gusto gastronómi­co de esta esquina del Caribe, se apagan los fogones del Tremendo Guandú por decisión de su propietari­o, Isnardo Pinilla. Solo él sabe en su interior lo que es tomar una determinac­ión tan dolorosa frente a lo que le dedicó, literalmen­te, la mitad de su vida. Pero, también, nos deja a nosotros con la sensación de un duelo parecido, porque lamentamos que una institució­n de esta naturaleza, declarada por unanimidad patrimonio gastronómi­co de la ciudad, cierre sus puertas.

No va a ser fácil, pero nos tocará aceptar que debemos resignarno­s a que cuando el sistema límbico le mande a las papilas gustativas los estímulos que hacen evocar el sabor de la sobrebarri­ga asada, delgadita y de fibras largas, no habrá recompensa al final porque ya nadie la está cocinando con la maestría y el cariño con que lo hacían en la carrera 43 entre calles 74 y 75, las coordenada­s del restaurant­e.

En sus paredes queda consignada una larga historia de personajes que se sentaron a comer a su mesa, criollos y extranjero­s, que el Pini consideró que merecían la foto.

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