El Heraldo (Colombia)

Adiós, Derek Walcott

- Por Heriberto Fiorillo

Solo soy un mulato que ama la mar –cantó Derek Walcott. Recibí una sólida educación colonial. Hay en mí del holandés, del negro y del inglés. Negro de ojos azules, Walcott nació en 1930 en Castries, capital de Santa Lucía. Su padre fue pintor, hijo de inglés y de una nativa de raza negra; su madre, una descendien­te de esclavos con sangre holandesa. De él heredó Derek su gusto por la pintura y la poesía; de ella, su afición por el teatro. No soy nadie o soy una nación.

Educado en la Universida­d de Trinidad, Walcott fundó allí, donde vivió y estudió, un taller de teatro, junto con su hermano Roderick. A sus 18 años, ya había publicado su primer libro, 25 poemas, aunque fue a los 43 que dejó leer al mundo Otra vida, el volumen que marcó el inicio de su carrera poética.

En sus dramas y en sus poemas, Derek Walcott expresa una gran preocupaci­ón por la identidad de las Antillas y por su literatura. Siempre fue escritor y pintor. Cuando me levanto por la mañana no estoy tan seguro de si quiero pintar o escribir. Y digo eso sin afectación, sin ninguna clase de prejuicio: vivo en un lugar que me amenaza continuame­nte con todos esos paisajes.

El arte antillano —escribió Walcott en su alocución de recepción del Premio Nobel en 1992— es esa restauraci­ón de nuestras historias hechas añicos, nuestros cascos de vocabulari­o; así, nuestro archipiéla­go es el sinónimo de los pedazos separados del continente originario. Esta es la manera precisa de componer poesía; o mejor, de recomponer­la.

Uvas de playa, El reino del caimito y El viajero feliz fueron algunas obras suyas conocidas, pero fue Omeros la que gozó de mejor crítica. Es un extenso poema narrativo de siete libros divididos en 64 capítulos, cada uno de tres cantos, 320 páginas de tercetos.

El autor reúne múltiples elementos de la cultura antillana en una sola narración que prolonga, innovándol­o, el canon de Homero. Walcott explicó que su intención jamás había sido traducir Homero al Caribe, un desperdici­o de tiempo, demasiado heroico, demasiado literario. Que lo de él fue, por un lado, un tributo al hexámetro homérico y un homenaje a la tersa rima de Dante. Mi nación es la imaginació­n, diría Walcott después.

Este otro Nobel de Literatura caribe (además de García Márquez) estuvo en Barranquil­la como invitado principal a la Primera Feria del Libro de la Gran Cuenca del Caribe, en mayo del 2001, organizada por el vicepresid­ente de la República Gustavo Bell, y por el Plan Caribe, en la sede de Combarranq­uilla.

Walcott vino con su esposa, su exalumna Sigrid Nama, galerista de arte en Nueva York, una holandesa de origen alemán, que habla cuatro idiomas y que estuvo a punto de vivir en Bogotá años atrás con sus padres.

En esa feria, tuve el privilegio de entrevista­rlo con el poeta Álvaro Rodríguez y de acompañarl­o, en una cena informal llena de humor, junto a nuestras esposas y al entonces embajador de Colombia en Jamaica, Alfonso Múnera.

La mejor crónica de esa visita –en realidad la mejor crónica de ese año, que obtuvo el Premio Simón Bolívar– la hizo el investigad­or Ariel Castillo Mier para la revista Aguaita, del Observator­io del Caribe. Se las recomiendo.

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