Un país sin inocentes
En el campo estuvo la guerra. Todos concuerdan en que es allí donde debe nacer la paz nueva. Porque en el campo se han originado todos los conflictos de Colombia y porque allí están las víctimas.
El punto 1 de los acuerdos firmados con las Farc habla de Desarrollo Rural Integral. No es el punto 4 ni el 6. Es el punto 1, el más importante. Disminuir la pobreza rural, cerrar la brecha entre el campo y la ciudad, formalizar la propiedad de tierras, proteger el medio ambiente, construir carreteras y sistemas de riego y acueductos y plantas de energía, llevar internet, estimular la productividad, fomentar la economía familiar y la comercialización de productos, brindar asistencia tecnológica a los campesinos, garantizar la seguridad social, ofrecer créditos a los productores agrícolas. Desarrollo. Cifras. Macroeconomía. ¿Y las almas?
La paz de los papeles es un intento por teorizar nuestras maneras de vivir, de forzar el entendimiento para no partir de cero en esta apuesta que nos tomará décadas y nos costará millones. Es cierto lo que dicen los documentos de la paz, como también lo fueron los que hablaron de la guerra. Pero la verdad pensada desde las conclusiones de los políticos –e incluso de los académicos– está infectada de distancia.
Los colombianos del campo han cargado desde hace dos siglos con la injusticia, la exclusión, la pobreza y el abandono; han muerto por la balas; han tenido que imaginar un mundo sin Estado para poder sobrevivir. Pero también son como hemos sido todos los colombianos: iracundos, salvajes y violentos, y ese temperamento tan nuestro también ha alimentado la guerra interminable que no acabamos de saldar, por muchos acuerdos que firmemos. En Colombia no hay un solo inocente.
Hace unos meses el país se conmocionó ante la muerte y violación de Yuliana Samboní a manos de un acomodado bogotano. En esa ocasión nos fuimos lanza en ristre contra la oligarquía degenerada que cría monstruos en las entrañas de su ociosidad. Hoy miramos con estupor el cadáver de otra niña, Sara Yolima Salazar, torturada, violada, fracturada, infestada de piojos, desnutrida, que sufrió sus miserables tres años de vida al lado de los culpables de su suerte, en las veredas perdidas del Tolima. Y nos preguntamos cómo calificaremos a sus asesinos, si esta vez le echaremos la culpa a su ignorancia, a su pobreza, a su aislamiento.
En el fondo, a pesar de las muchas cosas que nos separan, los colombianos ricos, pobres, citadinos, campesinos, compartimos una misma esencia que nos obliga a replantear las versiones idílicas que solemos inventar cuando nos atrevemos a pensarnos.
Monstruos y niñas muertas abundan en Colombia en todas partes. Por eso, antes de pensar en la paz de los territorios deberemos pensar en la paz de las almas, no el alma de los oligarcas de la ciudad o la de los analfabetos del campo, sino la de todos los que conformamos este país sin inocentes. Jorgei13@hotmail.com @desdeelfrio