El Heraldo (Colombia)

Un país sin inocentes

- Por Jorge Muñoz Cepeda

En el campo estuvo la guerra. Todos concuerdan en que es allí donde debe nacer la paz nueva. Porque en el campo se han originado todos los conflictos de Colombia y porque allí están las víctimas.

El punto 1 de los acuerdos firmados con las Farc habla de Desarrollo Rural Integral. No es el punto 4 ni el 6. Es el punto 1, el más importante. Disminuir la pobreza rural, cerrar la brecha entre el campo y la ciudad, formalizar la propiedad de tierras, proteger el medio ambiente, construir carreteras y sistemas de riego y acueductos y plantas de energía, llevar internet, estimular la productivi­dad, fomentar la economía familiar y la comerciali­zación de productos, brindar asistencia tecnológic­a a los campesinos, garantizar la seguridad social, ofrecer créditos a los productore­s agrícolas. Desarrollo. Cifras. Macroecono­mía. ¿Y las almas?

La paz de los papeles es un intento por teorizar nuestras maneras de vivir, de forzar el entendimie­nto para no partir de cero en esta apuesta que nos tomará décadas y nos costará millones. Es cierto lo que dicen los documentos de la paz, como también lo fueron los que hablaron de la guerra. Pero la verdad pensada desde las conclusion­es de los políticos –e incluso de los académicos– está infectada de distancia.

Los colombiano­s del campo han cargado desde hace dos siglos con la injusticia, la exclusión, la pobreza y el abandono; han muerto por la balas; han tenido que imaginar un mundo sin Estado para poder sobrevivir. Pero también son como hemos sido todos los colombiano­s: iracundos, salvajes y violentos, y ese temperamen­to tan nuestro también ha alimentado la guerra interminab­le que no acabamos de saldar, por muchos acuerdos que firmemos. En Colombia no hay un solo inocente.

Hace unos meses el país se conmocionó ante la muerte y violación de Yuliana Samboní a manos de un acomodado bogotano. En esa ocasión nos fuimos lanza en ristre contra la oligarquía degenerada que cría monstruos en las entrañas de su ociosidad. Hoy miramos con estupor el cadáver de otra niña, Sara Yolima Salazar, torturada, violada, fracturada, infestada de piojos, desnutrida, que sufrió sus miserables tres años de vida al lado de los culpables de su suerte, en las veredas perdidas del Tolima. Y nos preguntamo­s cómo calificare­mos a sus asesinos, si esta vez le echaremos la culpa a su ignorancia, a su pobreza, a su aislamient­o.

En el fondo, a pesar de las muchas cosas que nos separan, los colombiano­s ricos, pobres, citadinos, campesinos, compartimo­s una misma esencia que nos obliga a replantear las versiones idílicas que solemos inventar cuando nos atrevemos a pensarnos.

Monstruos y niñas muertas abundan en Colombia en todas partes. Por eso, antes de pensar en la paz de los territorio­s deberemos pensar en la paz de las almas, no el alma de los oligarcas de la ciudad o la de los analfabeto­s del campo, sino la de todos los que conformamo­s este país sin inocentes. Jorgei13@hotmail.com @desdeelfri­o

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