¡Resucitó, resucitó!
Resucitó, resucitó! gritaba despavorida, cuando al entrar al dormitorio encontró acostado en su cama, todo arropado, a su esposo, que había fallecido 30 días antes. Ella y toda su familia venían precisamente de la misa del mes. Los hijos corrían, daban alaridos, los nietos salieron a perderse; hasta el perro de la casa ladraba sin cesar.” ¡Resucitó, resucitó, milagro!”, gritaban todos, mas nadie se atrevía a acercarse al difunto. Finalmente, el hijo mayor se llenó de coraje, se acercó receloso y lo desarropó y quedó petrificado cuando vio que quien estaba tendido en el lecho nupcial, semidesnudo, no era su padre fallecido, sino el vecino del piso de arriba del edificio donde vivían. ¡Qué confu- sión! ¿Qué hacía allí ese señor? Resulta que tenía la costumbre de tomarse unos tragos, y su conductor, que era nuevo y encargado de devolverlo a casa, se equivocó de piso. Lo desvistió, dejándolo en paños menores, lo depositó en la cama y lo arropó para que durmiera. Fue tal la algarabía, que la esposa del intruso acudió a ver qué pasaba y quedó estupefacta al ver que era su cónyuge el causante del escándalo. Ella, de inmediato, sin poder ocultar su rabia, luego de toda clase de reprimendas, lo sometió a un exhaustivo interrogatorio como suelen hacer todas las mujeres cuando de tragos se trata. “¿Cómo se te ocurre entrar al apartamento ajeno y en esas condiciones? Qué vergüenza. ¿Es que no sabes dónde vives?”. A lo que él, con voz etílica y entrecortada, tambaleándose y apoyado en el hombro del hijo menor, respondió: “¿Cómo quieres que sepa cuál es mi casa, si tú todos los días cambias los muebles y ya uno ni sabe donde vive?”.
P.D. Señora, con el debido respeto: deje la mudadera de cosas, que confunde a su pobre esposo.