Amores volátiles
1951, comenzando el año con el pie izquierdo, porque me vi forzado a complacer a unos bacilos que estaban hambrientos de mis tejidos pulmonares, consecuencia de un debilitamiento bien planificado de mi organismo, con la ayuda de grandes dosis de alcohol, nicotina y trasnochadas generadas por la celebración en cadena de mi grado de bachiller. “Ejemplo para los chicos de hoy”.
1952, la única estrategia clínica que pudo convencer a mis inquietos estreptococos para que me dejaran tranquilo consistió en obedecer ciegamente al discípulo de Hipócrates cuando me ordenó guardar cama por seis meses, noche y día, con chuzadas diarias de jeringuillas hipodérmicas, sobrealimentación de amorosa tortura sin apetito que asumieron mi madre y una tía, instalados los tres en un apartamento de Bogotá.
Pero al término de los seis meses, ‘dar de alta al enfermo’ es lo mismo que abrir la jaula a un animal salvaje en cautiverio para que recupere su libertad y desate sus instintos primarios. Y lo primero que vieron mis ojos en las calles de la capital fue una linda chica, en una boutique de la carrera séptima.
Fue fácil el abordaje, ya que el largo encierro me había dotado de mejor semblante y la recuperación de mi antiguo peso welter y otros atractivos varoniles. ¿Pero para qué tanta modestia?
Me fulminó con unos ojos de gata Angora y crecimiento poco usual de pectorales que electrizaron mi visión y no me permitieron en ese instante evaluar sus piernas de garza y el resto de su anatomía de líneas no convencionales.
Una invitación al Monte Blanco a tomar té con galletitas fue la antesala a la grandiosa ocurrencia de llevarla a casa, para que mi madre y mi tía aplaudieran mi ‘buen gusto’.
Nada más fue entrar con ella y la expresión gloriosa, que delataba la hazaña de mi conquista, se borró ante el respingo y el impacto simultáneo que produje en los rostros de mi madre y su hermana: mezcla de estupor, sorpresa y parálisis facial. El estallido de un petardo habría causado menos estragos en el ánimo de mi familia, seguido de una falta absoluta de calidez en el ambiente que redujo el tiempo de la visita a solo 10 minutos.
Entonces acompañé a la chica a tomar el bus para Fontibón, lugar de su residencia, y regresé raudo a pedir opiniones. Y no había alcanzado a entrar cuando, al verme, las dos lanzaron un chillido que más parecía un lamento de disimulada y dolorosa comprensión con la que trataron de suavizar la dramática recuperación de mi quebrantada salud.
–Mijo, ¿qué te ha pasado? ¿Dónde conseguiste eso?
–¿Pero qué dicen ustedes? ¿De qué hablan? ¿Qué quiere decir “eso”?
–Pero muchacho, ¿qué te ha pasado? ¿Es que no tienes ojos para ver? Es comprensible que después de tu prolongado encierro no has tenido tiempo de ver el mundo con una mejor perspectiva, y estamos seguras de que ya podrás distinguir una mujer de un esperpento. Y tenían mucha razón…