El Heraldo (Colombia)

Señales de vida

- Por Thierry Ways @tways / ca@thierryw.net

Buenas noticias: la democracia colombiana, que llevaba meses en coma profundo, dio señales de vida. El milagro lo hizo la Corte Constituci­onal, al reintegrar al Congreso la potestad deliberati­va a la que, marcando un hito en la historia del servilismo, él mismo había renunciado. El paciente sigue débil y catatónico, pero ha movido los dedos. Es suficiente para devolverno­s la esperanza de que se recupere de su lastimera condición.

Lo que mal comienza, dice el dicho, mal termina. El ‘palo en la rueda’ que le metió la Corte al proceso de paz —como dijeron los defensores del proceso— tiene culpables, y no precisamen­te el senador Duque, quien presentó la demanda que provocó el fallo. Fue el gobierno el que insistió en empujar, a las buenas o a las malas, un acuerdo que violaba las más elementale­s normas de la nación, como la separación de poderes o el castigo a delitos de lesa humanidad. Los excesos del acuerdo y los desafueros que se cometieron para lograr su aprobación fueron señalados en muchos espacios de opinión durante años (incluyendo este), pero eso no importó. El resultado, perfectame­nte previsible, fue poner en riesgo el proyecto al que el gobierno le entregó todos sus esfuerzos durante dos periodos presidenci­ales.

¿O quizá no? Porque puede que, en vez de debilitarl­o, la sentencia de la Corte le aporte al proceso una pizca de legitimida­d, que buena falta le hace. No olvidemos que el acuerdo fue derrotado en las urnas bajo reglas favorables a su aprobación, de lo que tuvo que ser rescatado por una exótica refrendaci­ón parlamenta­ria. Con el ‘palo en la rueda’, la Corte tal vez exaspere al gobierno, pero salve la paz. Y, de paso, la democracia.

Las ruedas de la democracia no siempre giran con suavidad, a menudo se obstinan y se resisten a avanzar. Pero ese no es un defecto en su fabricació­n, pues no fueron concebidas para la eficiencia, sino para la moderación. Cuando se quiere que algo suceda, esa parsimonia puede llegar a ser —seamos francos— insoportab­le. Por eso desconfío de quienes dicen, sin más, “Soy un demócrata”. No cuestiono su sinceridad, sino la definición del término. Pues habría que ser una persona muy peculiar para afirmar, en todos los asuntos públicos: “Mi sueño es que se cumpla lo que la mayoría quiera”. No, todos tenemos una visión de sociedad que nos gusta más que otras y que desearíamo­s llevar a la práctica. Uno quiere que pase lo que uno quiere que pase. Nadie, salvo, repito, un ser muy extraño, es demócrata en el sentido de preferir la voluntad promediada del prójimo a la propia. Pero eso es, por naturaleza, el objetivo de la democracia.

Sin embargo, ‘ser demócrata’ también puede ser algo más sencillo: compromete­rse a respetar ciertas reglas de juego aun cuando el resultado no es el que uno quisiera. Y eso es muy distinto al sistema por el que las Farc lucharon durante medio siglo, que consistía en una dictadura socialista a la cubana o la venezolana. Lo que obtuvieron, en cambio, fue hacer parte de este sistema frustrante e imperfecto, que sacrifica eficacia para limitar el abuso de poder. El fallo de la Corte les enseña las nuevas reglas de juego, en las que la voluntad no se impone por la fuerza, ni por decreto, sino por la persuasión. Esa es, señores de las Farc, la democracia. Bienvenido­s.

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