Sobrevive el rencor
El obstáculo más grande que tiene por delante la consolidación de la paz no es la inquina del uribismo, ni las tartamudeces del gobierno, ni la desconfianza que las Farc se ha ganado en franca lid. El asunto es más grave, y permanece inamovible en lo profundo de nuestra conciencia colectiva, sin importar que cada tanto alguna circunstancia nos libere provisionalmente del desaliento: nos odiamos.
No hay buenas noticias que valgan; por más que un hecho nos prometa un horizonte desprovisto de sufrimientos, el sosiego nunca pasa de ser una euforia momentánea, una esperanza que dejamos escurrir entre los dedos; un par de días después de haber revocado nuestro pacto con la maldad, no resistimos el deseo de volver a aniquilarnos. Y entonces volvemos al rencor, que parece ser nuestra casa más cómoda.
La paz que se acordó en La Habana y se firmó en el Teatro Colón no es la paz, no sobra repetirlo. La paz es un estado al que se llega a través de un cambio de actitud, de la decisión colectiva de seguir adelante cargando sobre los hombros el peso de la tolerancia, de la aceptación del otro, del respeto por su vida y por sus ideas. La paz es la victoria suprema de la voluntad humana, ya que nuestra especie está hecha para la violencia y la depredación.
Es por eso que esto que algunos asumimos como una oportunidad histórica debe desechar los optimismos gratuitos que le apuestan a unas cifras de inversión, a una eficiente intervención del Estado en los territorios más afectados por el conflicto, al destierro de los fundamentalismos ideológicos, a la limpieza de las prácticas políticas, al cumplimiento de los pactos, a la resolución de las minucias jurídicas, al buen uso de la cooperación internacional. Todos ellos son factores determinantes en esta búsqueda, pero, por muy prácticos que parezcan, no son mucho más que detalles derivados de una idea más o menos general acerca de las condiciones que deben existir para que la verdadera paz se desarrolle.
En realidad hemos debido recorrer el camino a la inversa: transformar nuestra visión de nación sedienta de venganza en una voluntad común al servicio de la sensatez, el sentido común y el deseo de reconciliación, para luego emprender la gigantesca tarea que supone construir la paz de verdad.
De nada servirán las inversiones, las carreteras, los debates, los desarmes y los discursos conciliatorios, si los que votamos que Sí detestamos a Uribe y si los que votaron que No aborrecen a Santos; de nada servirán los esfuerzos para menguar la desigualdad y la pobreza si la mitad de nosotros odia a las Farc a los gritos y la otra mitad lo hace en silencio; de nada servirá una paz simbólica, con sus firmas, sus armisticios y sus fotografías, si lo que en verdad hubiésemos preferido es la aniquilación de nuestros adversarios.
No se ve bien la paz que decimos haber conseguido. Porque si es cierto que el rencor no se cura con las balas de un fusil, pero también lo es que tampoco se puede borrar con la tinta de un estilógrafo.