El Heraldo (Colombia)

En memoria de Obregón

El hallazgo de lo que parece ser el fresco que el pintor grabó en una de las paredes del Hotel del Prado cuando tenía 17 años, debe inspirar el rescate de una obra que definitiva­mente es monumental.

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Lo que garantiza la identidad de las sociedades es la memoria. En el rastreo de sus legados podemos encontrar la síntesis de la manera de ser de sus ciudadanos y las construcci­ones colectivas que en el pasado moldearon costumbres y tradicione­s. Cuando la memoria escasea, por tanto, el riesgo no es solo el olvido sino la eventualid­ad de que todo en la ciudad se vuelva permeable.

A pesar de su juventud, Barranquil­la ha construido un pasado cultural notable. Artistas de todos los pelambres se asentaron aquí para beber de la savia social y dejar brotar la inspiració­n que conocieron en primera instancia los habitantes de esos tiempos. Unos vinieron huyendo de guerras fratricida­s de continente­s lejanos; otros, buscando oportunida­des en este remoto lugar que pronto descubrier­on cálido y cercano.

Las letras, las artes plásticas, la comunicaci­ón y el periodismo redactaron aquí capítulos que aportaron a la historia nacional y, de paso, engrandeci­eron el nombre de Barranquil­la.

En la lista figura, con todos los honores, Alejandro Jesús Obregón Rosas. Nacido en Barcelona, pasó su niñez en Barranquil­la, donde la familia tenía una portentosa industria de textiles. A una edad más adulta, integró al lado de Gabriel García Márquez, Alfonso Fuenmayor, Álvaro Cepeda y Ramón Vinyes, entre otros, el famoso Grupo Barranquil­la, que mantuvo la vida cultural de la ciudad cuando el comercio y la industria empezaban a ser decadentes.

Su nombre cobró vigencia en los últimos días, con motivo del aparente hallazgo de obras pictóricas en el Hotel del Prado, actualment­e en trance de recuperaci­ón.

Aunque aún no está confirmado si una de las obras encontrada­s correspond­e a Obregón, sus más allegados han confirmado que a la edad de 17 años pintó un fresco, en el que unos faunos corrían detrás de unas ninfas con escaso ropaje. Lo que dicen los familiares es que la Iglesia de entonces se escandaliz­ó por la obra, y los Obregón, también propietari­os del hotel, tuvieron que cubrirla con una capa de cemento y pintura. Mientras avanzan las investigac­iones arqueológi­cas, resulta claro que Barranquil­la transpira Alejandro Obregón. En algunos de sus más emblemátic­os edificios hay al menos una huella del acreditado artista.

Hay pinturas, esculturas, murales y grabados reconocido­s que emergen a la vista de todos. Están en paredes de casonas y establecim­ientos públicos; en cuadros colgados en alguna pared de coleccioni­stas; en esculturas que exhiben los museos; en las portadas de revistas que conservan las hemeroteca­s. Pero hay otros que, como el mural de El Prado, apenas empiezan a aparecer.

Algunos, inclusive, cayeron en la desgracia del propio artista que se abstuvo de reconocerl­os por inconformi­dad estética, tal como ocurrió con la pintura que dejó en el patio de una casa de veraneo de Puerto Colombia.

En esa obra monumental, que combinó el expresioni­smo romántico con la crítica y la denuncia social, están las huellas del tiempo nacional y regional.

Ahí está la violencia, los atropellos al movimiento estudianti­l, los velorios ancestrale­s, el ganado en su paso por el río Magdalena, los héroes de la historia, los peces del mar de todos los colores, el aire y la tierra.

Es una obligación perentoria que rescatemos el legado de Obregón y que lo ubiquemos en el sitial que correspond­e, como un acto de justicia no solo con el artista y su obra, sino con la sociedad que de alguna forma pinceló.

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