Peñalosa como presagio
Me parece una arbitrariedad la idea de revocar a Enrique Peñalosa, sea cual sea la opinión que uno tenga de él. A las personas elegidas legítimamente por el pueblo, salvo que cometan alguna falta grave, hay que dejarlas gobernar. Además, es un descaro que quienes buscan la revocatoria sean los mismos que apoyaron las administraciones del Polo y la de Gustavo Petro, culpables —¿por qué quién más?— del caos y la parálisis en los que cayó la ciudad. No hay ningún problema que Peñalosa, que lleva 18 meses en el cargo, no haya heredado de quienes gobernaron la ciudad los 12 años anteriores.
Sin embargo, no solo quienes promueven la revocatoria del alcalde lo califican mal. En la más reciente encuesta de Gallup, el 71% de la ciudad desaprueba su gestión. Al dos veces burgomaestre, quien se ganó una reputación internacional de urbanista gracias a su primera administración, esta vez no parecen quererlo ni quienes lo eligieron.
“Pero cómo iba a irle bien a Peñalosa, ¡mira la ciudad que recibió!”. Eso dice mi amigo AQ, quien vive en Bogotá (a diferencia de mí), y la quiere y la sufre. Según su tesis, el mandatario estaba condenado desde el primer día a la desaprobación. Considerando el estado en el que los gobiernos anteriores dejaron la capital, era poco probable que Peñalosa, o quien fuera, hiciera una gestión brillante. Los males acumulados eran demasiados: corrupción, saqueo, falta de planeación, talento humano inadecuado, gobiernos interrumpidos, retrasos y sobrecostos en las obras y una fractura de clases auspiciada por la alcaldía anterior. La amable cultura ciudadana que forjó Mockus se había esfumado. El trancón se había convertido en el símbolo de la ciudad. Bogotá era como un curso de muchachos acostumbrados al relajo, al que un día le llega un profesor nuevo, severo y con aires de reformador. Tipos así no suelen ganar concursos de popularidad.
Peñalosa es un presagio, una bola de cristal en la que los aspirantes a presidente de Colombia pueden adivinar su futuro. Dada la polarización actual, quien resulte elegido puede contar, desde ya, con el rechazo de una parte significativa de la población. Deberá gerenciar un país endeudado, con un presupuesto inflexible por las vigencias futuras y con pocas opciones de financiación que no sean más créditos o más impuestos. Lo segundo es casi imposible, pues puede desembocar en una recesión económica o un estallido social.
El próximo presidente recibirá una nación con paros a la orden del día, atrasada en infraestructura, rezagada en competitividad y creciendo como la canción de moda: des-pa-cito. Heredará un cartapacio de pactos y promesas imposibles de cumplir. Deberá lidiar con la violencia de nuevos grupos armados avivados por 200.000 hectáreas de coca. Y lo hará con una mano atada por el acuerdo con las Farc y la otra por la falta de plata.
El periodo de gracia que la sociedad le concederá al, ¿afortunado?, candidato que tome las riendas de la nación en 2018 será más fugaz que un billete de 100.000 tirado en un pasillo del Congreso. Como a Peñalosa, buscarán hacerle la gobernabilidad imposible. A pesar de eso, hay más de 10 valientes que pretenden ocupar el solio de Bolívar. ¿Qué encanto tendrá la rifa del tigre, que tantos quieren ganársela?
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