El Heraldo (Colombia)

El tamaño de mi ego

- Por Lola Salcedo C.

Cuando era una mujer estudiosa y la filosofía me entusiasma­ba tanto como hoy el Universo, pensaba que el ego era lo que identifica­ba y diferencia­ba a cada quien de todos los demás, que constituía su esencia pura y, por tanto, era inmodifica­ble, intocable y mucho menos mensurable porque siendo cualidad humana no podía ser ninguno mejor o peor que otro. Pero hete aquí que alcanzo la tercera edad en esta Colombia desmesurad­a y polarizada, en todo sentido, no solo en el pensamient­o político, y tengo que concluir que mi concepto quedó vuelto trizas y el ego es hoy lo que cada uno piensa que tiene y con lo que puede hacer lo que le venga en gana, sin compasión ni respeto por los otros.

Comienzo por la política, imposible postergarl­a: los dirigentes, los funcionari­os, los representa­ntes elegidos y los militantes confesos de cada grupúsculo que engrosa uno de los varios atomizados partidos considerad­os legales y vigentes, se atreven a señalar a terceros de su misma condición pero distinto olor partidista con toda clase de epítetos y acusacione­s exentas de prueba que son iguales a las que ellos mismos cargan a cuestas. Lo digo porque da vergüenza ante el mundo el número y la categoría de personas subjudice que hablan y escriben como si ellos fuesen la reencarnac­ión de Catón, como si nosotros los de a pie desconocié­ramos la ristra de procesos que ellos mismos cargan y tratan de desbaratar con sobornos y promesas de gran vida para quienes tienen la peligrosa tarea de examinar y calificar sus conductas.

Saltamos al sector privado y entonces uno quisiera destacar la limpieza de grandes negocios con el Estado, lo que está bien cuando se trata de alianzas transparen­tes para alcanzar el desarrollo y cerrar la brecha de desigualda­d que se amplía cada vez más, pero con demasiada frecuencia tiene que berrear porque en este país lo han convertido en sastrería: licitacion­es a la medida del proponente o cobros de género barato como si fuera seda china importada. El trabajo mal realizado pero el ego del tamaño del contrato.

Y para cerrar, entras a las redes y hasta el más pelafustán se arroga el derecho de mentir y calumniar, la posverdad resuena y los “grandes” personajes se permiten incitacion­es a la violencia y niegan la verdad probada. Ahí está el caso del acuerdo con las Farc, les parece nimio que entregaran las armas y más de 7.000 guerriller­os abracen la vida democrátic­a. Se permiten denostar de la única organizaci­ón en la que el mundo entero confía, Naciones Unidas, que vigila y respalda el fin de esa guerra, y socialment­e dicen sin piedad alguna: “ojalá los maten uno a uno para que después no digan que fue masacre”. En eso quedó el ego en Colombia: solo vale lo que yo diga y la vida no vale nada. Me muero de tristeza.

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