El tamaño de mi ego
Cuando era una mujer estudiosa y la filosofía me entusiasmaba tanto como hoy el Universo, pensaba que el ego era lo que identificaba y diferenciaba a cada quien de todos los demás, que constituía su esencia pura y, por tanto, era inmodificable, intocable y mucho menos mensurable porque siendo cualidad humana no podía ser ninguno mejor o peor que otro. Pero hete aquí que alcanzo la tercera edad en esta Colombia desmesurada y polarizada, en todo sentido, no solo en el pensamiento político, y tengo que concluir que mi concepto quedó vuelto trizas y el ego es hoy lo que cada uno piensa que tiene y con lo que puede hacer lo que le venga en gana, sin compasión ni respeto por los otros.
Comienzo por la política, imposible postergarla: los dirigentes, los funcionarios, los representantes elegidos y los militantes confesos de cada grupúsculo que engrosa uno de los varios atomizados partidos considerados legales y vigentes, se atreven a señalar a terceros de su misma condición pero distinto olor partidista con toda clase de epítetos y acusaciones exentas de prueba que son iguales a las que ellos mismos cargan a cuestas. Lo digo porque da vergüenza ante el mundo el número y la categoría de personas subjudice que hablan y escriben como si ellos fuesen la reencarnación de Catón, como si nosotros los de a pie desconociéramos la ristra de procesos que ellos mismos cargan y tratan de desbaratar con sobornos y promesas de gran vida para quienes tienen la peligrosa tarea de examinar y calificar sus conductas.
Saltamos al sector privado y entonces uno quisiera destacar la limpieza de grandes negocios con el Estado, lo que está bien cuando se trata de alianzas transparentes para alcanzar el desarrollo y cerrar la brecha de desigualdad que se amplía cada vez más, pero con demasiada frecuencia tiene que berrear porque en este país lo han convertido en sastrería: licitaciones a la medida del proponente o cobros de género barato como si fuera seda china importada. El trabajo mal realizado pero el ego del tamaño del contrato.
Y para cerrar, entras a las redes y hasta el más pelafustán se arroga el derecho de mentir y calumniar, la posverdad resuena y los “grandes” personajes se permiten incitaciones a la violencia y niegan la verdad probada. Ahí está el caso del acuerdo con las Farc, les parece nimio que entregaran las armas y más de 7.000 guerrilleros abracen la vida democrática. Se permiten denostar de la única organización en la que el mundo entero confía, Naciones Unidas, que vigila y respalda el fin de esa guerra, y socialmente dicen sin piedad alguna: “ojalá los maten uno a uno para que después no digan que fue masacre”. En eso quedó el ego en Colombia: solo vale lo que yo diga y la vida no vale nada. Me muero de tristeza.