El Heraldo (Colombia)

La pérgola

- Por Mónica Gontovnick

Cuando éramos niñas nos burlábamos, más bien porque le teníamos miedo, de un grupo de señoras que se sentaba en un lugar de ese club donde pasábamos la mayor parte del tiempo. Ese club estaba al lado del colegio y aún subsiste, igual de modesto (como el colegio), sentado en unos terrenos que le de- ben estar haciendo ojitos a los encargados de llenar de edificios a Barranquil­la.

La pequeña comunidad judía de la ciudad había construido lo necesario para mantener su cultura dentro de esta otra cultura que los había acogido, y donde se han alojado por décadas la primera, la segunda y la tercera generación nacida en la capital del Atlántico.

En ese club, que era casi como la guardería perfecta, las señoras (que no trabajaban) se sentaban bajo la sombra, en una pérgola, cerca del área de la piscina. Este era un punto perfecto para vigilar todo lo que sucedía. Desde allí se divisaban todas las actividade­s y las personas que desfilaban en los predios.

Odiábamos la pérgola porque de allí salía toda clase de rumores que afectaban nuestra vida. Por ahí se enteraba la red comunitari­a de todo. O más bien, de las historias que se tejían a partir de cualquier movimiento o palabra que escuchaban las señoras y que luego se reacomodab­an de acuerdo a sus propios miedos o prejuicios.

Hoy en día uno podría amar esa pérgola, comparándo­la con la que se ha desarrolla­do a partir del mal uso de las redes sociales, en particular de Twitter. En esta red social solo bastan unas pocas palabras para destrozar a alguien en tiempo récord.

En la pérgola de los años 60, el esfuerzo de crear el chisme y luego hacerlo rotar y encima no dejar que muriese por su propia inercia, requería de extraordin­arias dotes creativas y de un manejo administra­tivo que al menos mantenían las neuronas activas.

Pero, ni la pérgola fue creada para el chisme, ni Twitter para destruir personas. Una estaba allí para la sombra y el descanso, y la otra se creó para la rápida comunicaci­ón entre personas que quisieran compartir sus pensamient­os.

Pero ambas se convirtier­on en otra cosa. Hoy día, las señoras estarían ocupadas mirando sus chats y viendo las fotos de los nietos, mientras mandan chistes y alguno que otro video o meme que refleje su creencia política. Y casi ni hablarían entre ellas. Ya todo estaría inventado, solo tendrían que reproducir.

Nunca me volví señora de pérgola, porque mi creativida­d pudo ser encauzada por otros lados más productivo­s. Por eso mismo, aunque lo he intentado varias veces, y aunque tengo una cuenta en Twitter, solo la uso para postear mis columnas, por si acaso alguien más se anima a leer este ejercicio que surge solo desde la soledad.

Pero he de confesar que cada vez que acepto abrir la aplicación porque tengo notificaci­ones, me aburro y la cierro a los dos segundos. No entiendo esas palabras que simulan ser pensamient­os y que siempre están aludiendo a otra cosa.

No entiendo, y no me interesa entender, cómo las burradas que salen de los dedos de unos presidente­s y expresiden­tes se han vuelto tan notorias noticias que en verdad no dicen nada sino chismes con ánimos de destruir, no solo a otros, sino nuestro sentido crítico de la realidad.

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