El Heraldo (Colombia)

De Homero y Kim Jong-un

- Por Thilo Schäfer

No hay lugar más apropiado para leer la Iliada que el Egeo, donde tuvo lugar la épica guerra de Troya. El poema de Homero narra las batallas entre aqueos y troyanos con una crudeza de detalles que supera en visualidad sangrienta la película de Wolfgang Pettersen con Brad Pitt en el papel de Aquiles. Una interpreta­ción de la Iliada desde la perspectiv­a de hoy, obviamente, no haría justicia a los códigos de la época de su autor. Sin embargo, la obra contiene claves que permiten entender los motivos de las guerras y también su futilidad última, en la mayor parte de los casos.

Según los historiado­res, hubo una guerra en la época de la que trata la Iliada, y los restos arqueológi­cos confirman que Troya fue destruida. Aquella guerra, probableme­nte, estaba motivada por objetivos económicos y de poder. Pero en un poema épico el objetivo debe ser más noble, así que según Homero los aqueos asediaron Troya para recuperar a Helena, la mujer de Menelao que fue secuestrad­a –o seducida– por el príncipe troyano Paris. Sin embargo, detrás de esta misión también había intereses más mundanos. Cuando ambos bandos acuerdan que en vez de una batalla campal se podría dirimir el asunto en una pelea entre Menelao y Paris, se fija que el ganador no solo se lleve a Helena sino también el tesoro. E incluso los guerreros aqueos hablan de saquear Troya y llevarse al lecho a sus mujeres, por decirlo en palabras de Homero. Pero por encima de todo, sobrevuela la cuestión del honor y de la épica del triunfo, un concepto que ha atraído a los humanos a matarse entre sí durante todos los siglos hasta hoy.

A unos kilómetros al norte de las ruinas de Troya está Galípoli, el escenario de una sangrienta batalla en la Primera Guerra Mundial que enfrentó a los imperios otomano y británico. Cada año acuden miles de jóvenes australian­os y neozelande­ses a esta península solitaria para conmemorar a los antepasado­s que murieron durante nueve meses de guerra de trincheras que acabó con la inesperada victoria de los turcos. El libro de visitas del cementerio de Lone Pine está lleno de dedicatori­as en inglés en las que se agradece a los muertos su “coraje y sacrificio” en una batalla inútil para ellos.

Quizás el aspecto más fascinante de la Iliada es que lo de ganarse el honor sea relativo, ya que el destino de los protagonis­tas está escrito. Además, los dioses griegos se meten de lleno en el conflicto y la lían bien, sobre todo Afrodita, que salva a Paris de la muerte sacándole del duelo con Menelao. Justo después, los dioses se reúnen en el Olimpo para deliberar sobre qué hacer con aqueos y troyanos o, en palabras de Zeus, “si conviene promover nuevamente el funesto combate y la terrible pelea, o reconcilia­r a entrambos pueblos”.

Un lector moderno de Homero no puede dejar de imaginarse la mano de estos dioses detrás de tantos conflictos absurdos –¿a Kim Jong-un le empujará Ares o Atenea?–. Con toda su belleza poética, la Iliada puede llevar a la conclusión de que la guerra no sirve para más que eso: la literatura épica.

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