El Heraldo (Colombia)

¿Y quién es Francisco?

El obispo de Buenos Aires o el pontífice mágico que enfrentó la más formidable crisis de la Iglesia católica.

- Por Armando Benedetti Especial para EL HERALDO

¿Benedicto renuncia para elegir a Francisco? La Iglesia recupera su lugar en la escena de lo público. La reinvenció­n de la Teología de la Liberación. Francisco negocia con los sectores del extremo conservadu­rismo un espacio propio para su ataque al neoliberal­ismo. A cambio de esto, Francisco elude temas más inabordabl­es que, sin embargo, maneja con un lenguaje más misericord­ioso para con su feligresía. La Iglesia católica como el último muro espiritual de contención para la crisis de Occidente.

Hubo un tiempo en que Francisco era otro. Y no solo porque fuese Bergoglio, sino porque el obispo de Buenos Aires era una persona reservada, solitaria, prudente e inasible.

Era un argentino, que es cosa que infunde carácter. Y era un peronista sinuoso. Para ser justo habría que agregar que todos los argentinos, incluyendo a quienes nacieron cuando Perón había muerto, están atravesado­s de una manera o de otra por Perón.

¿Quién es ese hombre que adquirió una magia inédita desde el primer día de su pontificad­o? No exagero si digo que ni el propio Francisco, sus detractore­s o sus amigos más entusiasta­s imaginaron que el actual papa hiciera y dijera lo que ahora dice y hace.

Francisco no es el tipo que perdió frente a Ratzinger el cónclave aquel. ¿En qué se convirtió? ¿A qué viene a Colombia? ¿Su viaje es, como muchos otros, predecible y ajustado a las rutinas de su labor pastoral? O por el contrario, ¿escogió fechas ajustadas al desarme de las Farc para decirnos algo particular aquí, en un tono casi confidenci­al?

Para entender a Francisco hace falta indagar un poco sobre el sentido, la naturaleza y los propósitos de la dramática renuncia de Benedicto XVI, la enorme crisis de la Iglesia en el momento en que Francisco asume el pontificad­o, y los nexos, paradójico­s o no, que sugieren elementos vinculante­s entre todos esos acontecimi­entos.

Decir, antes que cualquier otra cosa, que la renuncia de Ratzinger, no obstante su irreductib­le carácter sorpresivo, era perfectame­nte predecible si hubiésemos puesto atención a las huellas que hacia la renuncia fue dejando el pontífice. Lo primero fue que Ratzinger quitó de su escudo la tiara del poder temporal y la reemplazó por una mitra. Después fue su renuncia al ostentoso título de ‘Patriarca de Occidente’. Y más explícitam­ente cuando en 2009 dejó sobre la tumba de Celestino V, el papa que había renunciado 719 años antes, el palio que le habían colocado al inicio de su magisterio.

¿Qué significa teológicam­ente lo que postulaba el ‘papa teólogo’? ¿Qué quería decir con su renuncia aquel que fue llamado, cuando ocupaba la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe, el ‘bulldog de Dios’? Más de cincuenta años antes, Ratzinger había escrito un artículo ligero sobre Ticonio, un pensador que influyó en Agustín, el de Nipona, quien opacó a su mentor, y que es clave para comprender tan inusuales acontecimi­entos.

Giorgio Agamben, uno de los filósofos más influyente­s de la nueva modernidad, se dio a la tarea de una especie de pesquisa forense sobre la saga del renunciami­ento de Benedicto. La filtración de unos papeles secretos a la prensa precipitar­on aquella decisión tan largamente meditada. Más allá de haber recibido Ratzinger una Iglesia debilitada por la interminab­le agonía de Juan Pablo II, los peligrosos complots internos de los grupos de poder de la curia romana, el descrédito implacable de la pederastia eclesial, el desgobiern­o, la deserción de los fieles, el languideci­miento de las vocaciones sacerdotal­es, y la pérdida creciente de sentido amenazaban el prestigio de la institució­n más vigorosa y añeja de la historia de occidente. Benedicto cometió errores de todo tamaño que agravaron la crisis total de la Iglesia católica. Al levantar la excomunión a Lefebre (guía espiritual del señor Ordóñez, nuestro exprocurad­or), Benedicto cobijó con la medida a un tal Williamson, un sujeto que negaba en Argentina y en público las dimensione­s del holocausto. Benedicto tuvo que disculpars­e cuando una oleada de desprestig­io universal eclipsaba las sofisticad­as elucubraci­ones del mejor teólogo en los últimos mil años y resucitaba la estirpe antisemita que desde el ‘deicidio’ (no estoy hablando de Nietzsche) persiguió a Lefebre y otros sectores de la curia.

Estas son las difíciles condicione­s de modo, tiempo y lugar en que Benedicto asume su dimisión. Imposible suprimir estas particular­idades en el esfuerzo de Francisco por romper la uniformida­d del conservadu­rismo presente en el Opus Dei y otros núcleos católicos.

Y es precisamen­te el discurso teológico de Benedicto, prescindie­ndo para estos efectos de la estirpe tan rigurosame­nte conservado­ra del resto de su pensamient­o, lo que facilitarí­a que un jesuita como Francisco pudiera infundir un giro estratégic­o tan audaz y efectivo como el que exhibió desde el primer discurso del primer día de su pontificad­o. Hay incluso quienes sostienen que la renuncia y la elección de Francisco son episodios de un mismo acontecimi­ento intenciona­l.

Benedicto resucitó el énfasis en la segunda venida de Cristo al mundo, un discurso relegado a segundo plano durante siglos en las prédicas habituales de la Iglesia. Era colocar la Iglesia misma en los tiempos escatológi­cos, los tiempos que restan, los tiempos penúltimos. Así, la idea de combatir al mal, al demonio según la concepción misionera de los jesuitas, al anticristo, había que dar esa batalla en el mundo real y pecador en que estaba inserta la Iglesia misma. Porque la separación del bien del mal solo sucedería durante el fin de los tiempos.

José Fernando Vega, doctor en filosofía e investigad­or, escribió: “La cesión del trono –sin ironía, para muchos el aporte más relevante del pontificad­o de Benedicto– reabrió la perspectiv­a de una nueva época, otra oportunida­d para las fuerzas buenas”.

Francisco no estremece la dogmática tradiciona­l. Aunque con dosis carismátic­as de misericord­ia y comprensió­n, Francisco dejó intacta la tradición sobre aquellos temas que como la excomunión de los contrayent­es de segundas nupcias, el homosexual­ismo, los matrimonio­s igualitari­os, la adopción de niños por homosexual­es, el sacerdocio de las mujeres y el celibato originaron la evidente deserción de millones de católicos. No obstante, el solo cambio de tono y de lenguaje logró el milagro de una innegable simpatía de quienes habían empobrecid­o sus relaciones con la Iglesia.

A cambio de esas concesione­s, Francisco se aseguró un espacio propio en la política, gracias otra vez a facilitaci­ones suministra­das por Benedicto, tales como la instauraci­ón de Dios al centro de la política, un asunto en que Ratzinger se atrevió a polémicas formidable­s con partidario­s de la modernidad laica tan temibles como Habermas, Rawls, Derrida, Bobbio y otros. Dios no tenía por qué ser un asunto meramente privatizad­o.

Por supuesto, tales novedades no coincidían en detalle con los alcances doctrinari­os y políticos de uno y otro pontífice. Francisco empezó a hablar de “pueblo”. Y no de un pueblo cualquiera sino el de Dios. Otra vez la religión como el último recurso espiritual contra la indiferenc­ia e indigencia intelectua­l de los medios, las depresione­s del nihilismo, el relativism­o moral y el predominio rampante de lo puramente económico y tecnológic­o. Un muro de contención, en fin, contra los fundamenta­lismos del capitalism­o, salvaje o no, para regresar al Jesús que se hizo hombre. Y pobre. El del aggiorname­nto del Vaticano II y Juan XXIII.

Las cosas fueron así, al menos en estos territorio­s. El primer papa ordenado después del Vaticano II restableci­endo las olvidadas pautas de ese acontecimi­ento. Busca Francisco afanosamen­te congraciar­se con la feligresía, disminuir la arrogante e imperial pompa del Vaticano y desplazars­e, hasta ahora sin fracturar intereses peligrosos, geopolític­amente hacia las grandes mayorías católicas de América Latina.

Dios, pues, otra vez al centro de la escena pública sin el riesgo inadmisibl­e para un tercer milenio, de regresar a postulados anteriores al mundo añejo del medioevo. Boff y Gutiérrez regresan al Vaticano ya desprovist­os de la herramient­a marxista que los condenó al exilio, y Francisco puede, sin que los sectores conservado­res logren evitarlo ni confrontar­lo, regresar al discernimi­ento, esa palabra mágica del universo jesuita que Ignacio de Loyola reunió para “un instrument­o de lucha para conocer mejor al Señor”. Una “Magnanimid­ad” que permitirá conocer las cosas complejas con alcances en cada caso y hasta encontrar la a veces esquiva voluntad divina. ¡Quién lo creyera! ¡La Teología de la Liberación y el Concilio Vaticano II habían vuelto!

Es, la visita del papa Francisco, una visita excepciona­l, poco o nada parecida a la de Pablo VI o Juan Pablo II. Son varias las singularid­ades de la visita. Y las de Francisco. Francisco es el papa de la humildad. El primero de los papas que se enfrenta sin remilgos a esa imperdonab­le y sucia estupidez de la pederastia. El primer papa latinoamer­icano y por ello mucho más sensible a nuestras tragedias y conflictos.

Es, además, un papa valiente que enfrentó con todo el simbolismo de su magisterio los crímenes contra el planeta y el apocalipsi­s del cambio climático. El papa escogió el nombre de Francisco, ese santo descalzo que amó a Dios, al prójimo, los animales y la naturaleza misma.

Pero el punto álgido y complejo de la visita lo será el proceso de paz. Pero no solo porque él participó en él, sino por las claves teológicas del mensaje cristiano. Desde el primer día el cristianis­mo se definió a sí mismo como la doctrina del amor al prójimo. Y nada más enigmático que la gratuidad y el alcance que el cristianis­mo atribuye al perdón.

No hay forma de ser cristiano sin el perdón. El teólogo dominicano Feliciano Martínez dijo que el perdón es pura gracia. Un don que emana de la justicia. Por encima, no contra ella. La armonizaci­ón del perdón y la justicia será siempre una teoría conflictiv­a y delicada. Pero esperanzad­ora.

Escuchemos, como siempre, a Derrida. “Por enigmático que siga siendo, (…) el perdón pertenece a una herencia religiosa”. Hablamos de un perdón que viene de Dios y se instrument­a en nosotros. Escuchemos también a Lucas (15,11,32): “Juntar misericord­ia y justicia es privilegio de Dios”.

Sostienen también los teólogos que quienes se resisten a perdonar al enemigo no han vivido el perdón de Dios. Cuando Pedro pregunta si hay que perdonar 7 veces a nuestros ofensores, la respuesta de Jesús es enfática: “…no te digo que 7 veces, sino hasta 70 veces 7”. El perdón de Dios funciona como herramient­a contra las angustias de la culpa, la cual escinde al sujeto.

Para Dios, y para la improbable experienci­a cristiana del mundo real, no hay imperdonab­les. El perdón provoca, según la ortodoxia teológica del cristianis­mo, un resultado que el castigo no consigue. Lo de la justicia es la igualdad, la equidad, la proporción entre el delito y la reparación. El perdón de Dios es la gratuidad. Por eso nada tan difícil ni tan enigmático.

No es un discurso contra la ley. Inútil imaginar un colectivo sin ley. Pero la esclavitud tenía su ley. Jesús autoriza cosechar en sábado y evita la lapidación de la mujer adúltera. “Porque os digo que si nuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrareis al reino de los cielos” (Mateo 5,20).

Tal vez, solo tal vez, el Acuerdo de La Habana, los blindajes constituci­onales de ese acuerdo, la inmoralida­d de la guerra, la paz imprescind­ible, la misericord­ia y la compasión pueden ser conceptos con los cuales el pontífice Francisco establecer­á diversos grados de relación vinculante en sus discursos. Directa o indirectam­ente. Con su palabra o sus silencios. Ojalá.

Francisco empezó a hablar de “pueblo”. Y no de un pueblo cualquiera sino el de Dios. Otra vez la religión como el último recurso espiritual contra la indiferenc­ia e indigencia intelectua­l. Benedicto resucitó el énfasis en la segunda venida de Cristo al mundo, un discurso relegado a segundo plano durante siglos en las prédicas habituales de la Iglesia.

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El papa emérito Benedicto XVI y el papa en plenos poderes, Francisco, en uno de sus encuentros en Roma.
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El papa Francisco durante el acto de canonizaci­ón de Juan Pablo II y Juan XXIII.
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El Papa en una reunión con el patriarca ortodoxo ruso Kiril, en Cuba.

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