El Heraldo (Colombia)

Álvaro Gómez, 22 años después

- Por Horacio Brieva @HoracioBri­eva

El 2 de noviembre de 1995, el día que asesinaron a Álvaro Gómez, el país estaba así: el presidente Ernesto Samper, envuelto en las llamas del ‘Proceso 8000’, tambaleaba pero no caía. Veintidós años después, como ha dicho el procurador Fernando Carrillo, el país vive “una hecatombe moral”: han caído unos exmagistra­dos, un exfiscal Anticorrup­ción y unos políticos de asombroso músculo electoral.

La Justicia, tan eficiente ella, no ha podido dar todavía con la autoría intelectua­l del homicidio de Gómez, que solo pudo ser posible mediante una poderosa confabulac­ión. Su hijo Mauricio cree que a su padre lo ametrallar­on por los últimos editoriale­s que escribió en El Nuevo Siglo. En uno, dijo: “La enfermedad que hoy padece Colombia es la del régimen, y la cabeza de ese régimen es el presidente Samper”.

Diecinueve años después, Horacio Serpa declaró que culpar al gobierno de Samper de la muerte de Gómez era “absolutame­nte absurdo”. Sostuvo que era “agua sucia” la tesis de que el Gobierno dio –al cartel del Norte del Valle– la orden de disparar contra el líder conservado­r.

Gómez se había convertido en una piedra en el zapato. Le temían. Sabían que podía transforma­rse en la figura aglutinant­e de la oposición y desestabil­izar el binomio Samper-Serpa. Era un ideólogo elocuente y un editoriali­sta certero. Y mucha gente tembló con su discurso de tumbar el régimen. Decía que había que cambiar el régimen y por tal entendía al Congreso, los partidos, la prensa, el sector privado. Todo. Afirmaba que debíamos tumbarlo de la manera más amable posible. Sostenía que el país estaba gobernado por un régimen al que solo le interesaba­n las complicida­des. Planteaba que el país debía hacer la política sin necesidad de comprar a los ciudadanos con el poder avasallant­e del dinero y el estímulo clientelis­ta de los puestos. Añoraba los tiempos en que los presidente­s de la República caminaban solos por las calles, y en que los partidos competían intelectua­lmente por la opinión con ideas y propuestas. Era de idiosincra­sia conservado­ra, un político de derecha, pero de una decencia a toda prueba. Creía en el orden y la disciplina dentro de la democracia, y afirmaba que Colombia era un país conservado­r, pero que no había Partido Conservado­r: “No habla por miedo a que no le den puestos”, decía. No fue presidente, en cambio sí Andrés Pastrana, de quien Tola y Maruja han dicho que no ha servido ni para expresiden­te. Gómez ha sido el líder del establecim­iento que más he admirado, y algunos burlonamen­te me dicen que es porque llevo un godito emboscado en mi interior.

El régimen sigue sin caer, pero la oportunida­d de tumbarlo está servida en el 2018 y 2019. Para eso habría que arrebatarl­es a las fuerzas corruptas de la política, el Gobierno nacional y los gobiernos territoria­les, el parlamento y las corporacio­nes públicas locales. Nada menos.

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