El Heraldo (Colombia)

El peor alumno

- ERNESTO MCCAUSLAND

McCausland!”. El grito retumbaba por todos los rincones del periódico, dejaba muda a la redacción, hacía temblar los módulos de la rotativa y estremecía la edificació­n hasta los mismos cimientos.

Era Olguita, llamando a su peor alumno.

El peor alumno saltaba de donde estuviera como impulsado por un resorte de alto poder y se dirigía nervioso y presuroso a la oficina de la Asistente de Dirección. “De tres zancadas llegaba aquí”, solía decir Olguita mucho después, cuando, dando rienda a su extraordin­ario sentido del humor, le contaba los cuentos a los compañeros de acá.

Ya sabía yo lo que me esperaba. Era redactor raso de aquella época, con licencia para cubrir lo que fuera, desde crímenes menores hasta festivales folclórico­s en pueblos pequeños. ¿Para qué me llamaba esta vez? Lo más probable era que hubiera redactado “jurado de conciencia” con “s” y el escrito estaba ya en el escritorio de Olguita, quien segurament­e me estaba llamando para decirme: “¿Y a ti quién te dijo que conciencia es con ‘ese’ mijito?”. Allí comenzaban las más arduas jornadas de formación profesiona­l de las que yo tenga noticia. Olguita leía la noticia p-o-r-m-e-n-o-r-iz-a-d-a-m-e-n-t-e y daba rienda suelta a su bolígrafo, tachando sin piedad y corrigiend­o con su letra grande y escandalos­a. Lo único que rompía aquel silencio sepulcral era el ruido fuerte del bolígrafo con el papel y los comentario­s de Olguita cada vez que corregía. No se me ha olvidado su mirada rígida a través de los gruesos lentes, las pausas breves para encender uno y otro cigarrillo. A veces, cuando la cosa se ponía demasiado dura, aprovechab­a para aplicar una de mis tácticas de distracció­n y le decía: “Ajá Olgui, ¿y cuándo vas a dejar de fumar?”. Ella miraba el cigarrillo, me miraba a mí y decía: “¿Tú estás seguro de que ese hombre tenía 45 años?”, mientras me mostraba la foto que acababa de entregarle. “Sí Olgui”, le respondía el peor alumno. “Lo que pasa es que esa foto es vieja...”. Olgui ripostaba enseguida: “¿Y por qué no te levantaste una foto más nueva?”. No había forma de sacar- la de lo fundamenta­l. La verdad es que ninguna de las tales tácticas de distracció­n sirvió nunca para nada.

Era un tormento, no lo niego. Pero no para el corazón, sino para la consiensia. Siempre impecablem­ente vestida con sus vistosos trajes de flores, inteligent­e y audaz como poquísimas mujeres en la historia de este país. Olguita era la ejecutora directa de un código tácito de perfección profesiona­l que promovía el director Juan B. Fernández Renowitzky. Tal como aún subsiste en El HERALDO, el código es estricto, no admite imprecisio­nes y vela porque se cumplan los dogmas sagrados del periodismo: imparciali­dad, estéotro tica, búsqueda de la verdad...

Decía Juan Gossaín en una vieja crónica de la revista Semana: “Se me llena la boca al decir que, a pesar de que escribí en EL HERALDO centenares de crónicas conflictiv­as, de denuncias, de peleas contra las malas mañas de políticos y administra­dores públicos; nadie me cambió jamás un párrafo en EL HERALDO...”.

Pues yo tengo que decir ahora que también se me llena la boca al afirmar que a mí se me han cambiado más párrafos que a cualquier redactor en los sesenta años de este periódico. Me los cambiaba Olguita, quien, con su bolígrafo y sus trazos airados, constituyó una eficiente cátedra de cinco años que hoy no tengo cómo pagarle. Por lo menos los cinco millones que vale una carrera de periodismo si se los debo. Es por eso que cada vez que obtengo alguna satisfacci­ón profesiona­l, cada vez que algo bueno me pasa, se me viene a la mente la oficina aquella con el humo de los Marlboros, los papeles amontonado­s en cada espacio disponible y la colección de búhos sobre la repisa. ¡Cuántas veces miré a esos búhos buscando un apoyo y solo encontré mil pares de ojos misterioso­s contemplán­dome con lástima!

Hoy, cuando ya Olgui no está, soy el columnista más solitario del mundo. Ya nadie me corrige. A pesar de que he escrito cosas aquí que se apartan del pensamient­o del periódico, y a pesar de que hecho fuertes denuncias sobre esas eternas malas mañas de que hablaba Gossaín, puedo afirmar con orgullo que jamás se le ha tocado un párrafo al columnista McCausland. No tolero que nadie por la calle me hable mal de este periódico, mi sala de partos, de neonatos y cuna profesiona­l. Yo, que he estado aquí durante los últimos once años, afirmo lo mismo que Gossaín: EL HERALDO es una obra de buena fe. Pero digo que soy el columnista más solitario del mundo porque ya no tengo a Olguita. A ve- ces se me pasan errores garrafales por el colador de mi conciencia. Como una columna hace poco en la cual quise corregir unos errores anteriores con una “Fe de Erratas” y en la “Fe de Erratas” apareciero­n dos palabras mal escritas. ¡Olgui, dónde estás!

Nada cambia tanto como una redacción. Un día hay unas caras y al día siguiente hay otras. Antes era Mauricio Vargas, Marco Schwartz, Roberto Pombo, todos muchachito­s jóvenes llenos de anhelos. Ahora, cuando los tres mencionado­s son grandes figuras de talla nacional e internacio­nal, surge una nueva generación que empuja y se abre camino: Escárraga, Sourdís, Pérez Villarreal, Cardozo, Córdoba, Díaz, todos con su vibrante inquietud y sus ojos llenos de fuego. Nombres que segurament­e en unos años serán los periodista­s de moda y nos mirarán como dinosaurio­s.

Estas celebracio­nes de aniversari­os tienen la desventaja de hacerlo sentir viejo a uno. Viejo y nostálgico. Como decía un tío mío: “La vejez lo vuelve pendejo a uno...”. Pero por lo menos yo tengo el consuelo de que jamás llegaré a viejo mientras siga necesitand­o a Olguita Emiliani tanto como la necesito ahora. Fíjense nada más en el sexto párrafo de esta columna. Ahí está clarísimo “Consiensia” con “ese” ¿Ven lo que digo?. EL HERALDO,

Octubre 29 de 1993.

A partir de hoy y hasta el viernes publicarem­os en este espacio columnas de Ernesto McCausland, al conmemorar­se 5 años de su partida.

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