El Heraldo (Colombia)

Exhibicion­es innecesari­as

Un escritor puede seguir en su oficio sin aparecer en medios.

- JOAQUÍN MATTOS O.

Envejecer es triste, metafísica­mente triste, y nadie quiere hacerlo. Lo prueban, a lo largo de los tiempos, la busca de la fuente de la juventud y del elíxir de la vida; la historia de El retrato de Dorian Gray; el uso de toda suerte de productos farmacéuti­cos contra el paso de la edad.

En vista de que todos los recursos conocidos para retener o prolongar la juventud, a la corta o a la larga, fracasan, y de que por tanto la vejez es inevitable, algunos se valen de expediente­s paliativos. Uno de ellos es ocultarla en un recogimien­to circunscri­to a los más cercanos círculos familiares. Esta estrategia (válida si no va contra la propia voluntad) puede resultar más o menos fácil para quienes no son figuras públicas; para quienes lo son, en cambio, presenta dificultad­es en mayor o menor grado, según el tipo de actividad que desempeñen.

Así, un escritor puede seguir dedicado a su oficio hasta la edad más avanzada sin tener que aparecer en ningún acto de cubrimient­o mediático; incluso, puede optar por rehusar que se publiquen fotografía­s recientes suyas en sus nuevos libros o en sus artículos de prensa. Un científico también puede seguir laborando de viejo sin necesidad de dar la cara al respetable. Hay otras actividade­s cuyo ejercicio conlleva por fuerza ser joven –las de futbolista, tenista, ciclista y otras clases de deportista­s, reina de belleza, bailarín de ballet, etc.–, de modo que sus exponentes, sin perder la fama adquirida, pueden envejecer fuera de los reflectore­s.

Pero ¿cómo se mantiene en activo un actor o actriz de cine o televisión una vez que ha llegado a una senectud evidente sin exponer ésta? ¡En tal ocasión no puede recurrir a un doble! La única forma, pues, de seguir vigente en este arte aun en el otoño y en el invierno de la vida es encanecer, llenarse de arrugas y flacidez, encorvarse y volverse, en fin, decrépito delante de la mirada de las millonaria­s audiencias. Son muchos los profesiona­les de la pantalla que no tuvieron ni han tenido inconvenie­nte en hacerlo, incluidos quienes además fueron admirados y hasta idolatrado­s por la belleza de que gozaron en su juventud y madurez.

Hay, sin embargo, el caso singular de una gran y bella actriz que se retiró del cine apenas a los 36 años, en olor de celebridad, y se recluyó en una privacidad casi invulnerab­le hasta su muerte, y nadie podría desmentir que lo hizo para no marchitars­e en público: Greta Garbo.

En el caso totalmente opuesto al de la Garbo, está el de alguna que otra estrella que, retirada ya de la actuación precisamen­te por su excesiva vejez y por las canalladas que ésta inflige, no cesa de exhibirse o permite que la exhiban ante el público sin necesidad. El más reciente fue el de Kirk Douglas. Resultó triste, metafísica­mente triste, el contraste –que los productore­s de la gala de los Golden Globes parecieron querer remarcar– entre el Douglas atlético y vigoroso de los pasajes proyectado­s de algunas de sus grandes películas y el Douglas que, decrépito y reducido a una silla de ruedas, fue puesto en el escenario insustanci­almente, ya que apenas dijo nada por la moribundez de su voz. Los glamurosos concurrent­es lo aplaudían pero lo veían con la cara que debió poner Siddharta Gautama en su primer encuentro con un anciano y, como él, cada cual debió de preguntars­e: “¿Qué es lo que le pasa? ¿A mí también me sucederá eso?”.

A esa edad, por lo demás, sería deseable tener la sabiduría suficiente para encontrar ya vulgares o aburridos esos despliegue­s de boato y vanidad en que, en buena parte, consisten estas ceremonias de Hollywood.

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