El Heraldo (Colombia)

Ciro y nosotros

- Por Javier Darío Restrepo @JaDaRestre­po

La guerrilla, los paramilita­res, el Ejército, la Policía, todos me han hecho daño”. Ciro es un viejo de más de 65 años que, cuando soltó esta frase no dictada por un libretista, ni aprendida, sino salida de su corazón, acababa de recordar los maltratos, los sufrimient­os y las injusticia­s de que ha sido objeto.

No sé qué produce más dolor e indignació­n: ¿las promesas incumplida­s del gobierno que lo puso a esperar una casa durante siete años? ¿La burocracia de modales impecables que le mama gallo cada vez? ¿La arrogancia y crueldad de guerriller­os y paramilita­res para quienes el ser humano solo es material aprovechab­le para su causa? Le quitaron el hijo, se lo asesinaron, marcaron de por vida a su segundo hijo y a su esposa Anita, la convirtier­on en una mujer triste hasta su muerte. Es tal la carga de dolor que soporta este hombre que en tres ocasiones, a lo largo del documental, rompió en llanto y quiso ocultar sus lágrimas con sus manos recias de agricultor. Las tres escenas dejaron en un silencio conmovido a la sala.

Para muchos de los espectador­es que han venido a ver el documental Ciro y yo, puede ser la primera vez que sienten el sufrimient­o de estos colombiano­s que han nacido y crecido dentro de la guerra.

Durante los 20 años de cercanía entre Ciro Galindo y Miguel Salazar, el director del documental, se ha estrechado una amistad que permitió la grabación de las imágenes estremeced­oras del testimonio de un largo y hondo sufrimient­o. Atraviesa el documental, como un rayo de luz, el espíritu de lucha de Ciro, que parece ser la explicació­n de esa posición digna con que las víctimas le han hecho frente al absurdo de una guerra de más de medio siglo. Esa violencia no nos ha devastado porque contamos con hombres como Ciro.

Ciro es un hombre que no se desmorona vencido por el odio, tampoco lo doblega la resignació­n: se siente su paso firme cuando visita el lugar donde debía encontrar en construcci­ón la casa que le habían prometido; no es un hombre vencido cuando lleva el cadáver de su hijo; más bien reclama, sereno, porque se ha invertido una ley de la vida según la cual son los hijos los que sepultan a sus padres y no los padres los que abren una tumba para sus hijos.

La historia de Ciro, que parece resumir y hacer patente la historia de los colombiano­s en este último medio siglo, provoca reacciones dispares. Ciro puede ser visto con indiferenc­ia, la suya puede parecer otra historia de dolor tantas veces repetida; una rutina que la gente de las ciudades ve como historia lejana y ajena. Hay escritores y libretista­s que pueden descubrir allí un tema excitante; los políticos en campaña descubren en los Ciros del país un buen argumento preelector­al, y las almas compasivas hallan en Ciro una buena razón para su acción benéfica, mientras otros salen del cine avergonzad­os porque a Ciro y a víctimas como él habría que pedirles perdón.

Durante los 90 minutos del documental de Salazar, la pregunta es insistente: si la paz puede darles a Ciro y a millones de víctimas más un alivio, ¿por qué hacer de la paz un botín político? ¿Por qué retardarla por convenienc­ia de un partido? ¿Por qué no convertirl­a en un deber de conciencia?

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