Ciro y nosotros
La guerrilla, los paramilitares, el Ejército, la Policía, todos me han hecho daño”. Ciro es un viejo de más de 65 años que, cuando soltó esta frase no dictada por un libretista, ni aprendida, sino salida de su corazón, acababa de recordar los maltratos, los sufrimientos y las injusticias de que ha sido objeto.
No sé qué produce más dolor e indignación: ¿las promesas incumplidas del gobierno que lo puso a esperar una casa durante siete años? ¿La burocracia de modales impecables que le mama gallo cada vez? ¿La arrogancia y crueldad de guerrilleros y paramilitares para quienes el ser humano solo es material aprovechable para su causa? Le quitaron el hijo, se lo asesinaron, marcaron de por vida a su segundo hijo y a su esposa Anita, la convirtieron en una mujer triste hasta su muerte. Es tal la carga de dolor que soporta este hombre que en tres ocasiones, a lo largo del documental, rompió en llanto y quiso ocultar sus lágrimas con sus manos recias de agricultor. Las tres escenas dejaron en un silencio conmovido a la sala.
Para muchos de los espectadores que han venido a ver el documental Ciro y yo, puede ser la primera vez que sienten el sufrimiento de estos colombianos que han nacido y crecido dentro de la guerra.
Durante los 20 años de cercanía entre Ciro Galindo y Miguel Salazar, el director del documental, se ha estrechado una amistad que permitió la grabación de las imágenes estremecedoras del testimonio de un largo y hondo sufrimiento. Atraviesa el documental, como un rayo de luz, el espíritu de lucha de Ciro, que parece ser la explicación de esa posición digna con que las víctimas le han hecho frente al absurdo de una guerra de más de medio siglo. Esa violencia no nos ha devastado porque contamos con hombres como Ciro.
Ciro es un hombre que no se desmorona vencido por el odio, tampoco lo doblega la resignación: se siente su paso firme cuando visita el lugar donde debía encontrar en construcción la casa que le habían prometido; no es un hombre vencido cuando lleva el cadáver de su hijo; más bien reclama, sereno, porque se ha invertido una ley de la vida según la cual son los hijos los que sepultan a sus padres y no los padres los que abren una tumba para sus hijos.
La historia de Ciro, que parece resumir y hacer patente la historia de los colombianos en este último medio siglo, provoca reacciones dispares. Ciro puede ser visto con indiferencia, la suya puede parecer otra historia de dolor tantas veces repetida; una rutina que la gente de las ciudades ve como historia lejana y ajena. Hay escritores y libretistas que pueden descubrir allí un tema excitante; los políticos en campaña descubren en los Ciros del país un buen argumento preelectoral, y las almas compasivas hallan en Ciro una buena razón para su acción benéfica, mientras otros salen del cine avergonzados porque a Ciro y a víctimas como él habría que pedirles perdón.
Durante los 90 minutos del documental de Salazar, la pregunta es insistente: si la paz puede darles a Ciro y a millones de víctimas más un alivio, ¿por qué hacer de la paz un botín político? ¿Por qué retardarla por conveniencia de un partido? ¿Por qué no convertirla en un deber de conciencia?