Poeta y faro
Murió un 28 de marzo de 1942, hace 76 años, debido a castigos, desnutrición, bronquitis, tifus y tuberculosis en una prisión de Alicante, mientras recordaba a su hijo de 3 años de edad y su esposa Josefina Manresa se las arreglaba en la cocina inventado sopas con unas cuantas cebollas y algunas hogazas de pan. Tenía 31 años. Se llamaba Miguel Hernández. Había nacido en Orihuela, España. Había sido pastor de cabras. Era poeta y dramaturgo.
Para entonces, en España se daban recitales de balas y de versos. Eran tiempos de guerra, de hambre, de dolor y de poesía. Y el poeta, que había participado en la Guerra Civil del lado republicano, fue llevado a prisión en 1940 y condenado a muerte. España pagaba un alto precio por la sociedad que el general Francisco Franco quería moldear. Pero el generalísimo, como todo poderoso, tenía arrebatos de magnificencia en los que se asumía como un paladín que repartía indulgencias. Entonces la pena máxima que pesaba sobre Miguel Hernández fue “conmutada por la inmediata inferior”, y se esperaba “que este acto de generosidad del Caudillo obligara al agraciado a seguir una conducta que sea rectificación del pasado”.
Hernández no tuvo ganas ni tiempo para rectificar nada y se aferró a la tierna terquedad dolorosa y amorosa de su poesía: “La sangre recorre el mundo/ enjaulada, insatisfecha/Las flores se desvanecen/devoradas por la hierba/ Ansias de matar invaden/el fondo de la azucena/Acoplarse con metales/todos los cuerpos anhelan:/desposarse, poseerse/de una terrible manera”, escribía desde la prisión.
Quizá sin saberlo, junto a otros, Miguel Hernández construía una épica que luego merecería ser historiada. Eran tiempos en los que se guisaba, con fuego avivado por el valor, el sufrimiento y la muerte, la mística que varios años más tarde cargarían los trovadores, los soñadores y los revolucionarios de todo el mundo en sus morrales, como un potaje con el que ocasionalmente se suministraban raciones de estímulo y dignidad.
Estuvo en muchos centros de reclusión en un tiempo corto. En uno de ellos, en la prisión de Palencia, dijo que ni siquiera podía llorar porque las lágrimas se le congelaban por el frío. Dicen que cuando murió, un años después, a las 5:32 de la mañana, en la enfermería del Reformatorio para Adultos de Alicante, fue imposible cerrarle los ojos. Quizá Miguel tenía clara su condición de faro ante la ignorante y salvaje oscuridad de este mundo. El poeta Vicente Aleixandre, su amigo entrañable, premio Nobel de Literatura en 1977, lo supo desde siempre. Cuando todavía el cuerpo de Miguel Hernández estaba tibio escribió: “No lo sé. Fue sin música/Tus grandes ojos azules/abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante/cielo de losa oscura/masa total que lenta desciende y te aboveda/cuerpo tú solo, inmenso/único hoy en la Tierra/que contigo apretado por los soles escapa”.