El Heraldo (Colombia)

El más acá

- Por Bertha C. Ramos berthicara­mos@gmail.com

Una controvers­ia generó el comentario de Eugenio Scalfari, amigo del papa Francisco, en el cual, según dijo el periodista y fundador del diario La República, al preguntarl­e al pontífice a dónde van las “almas malas” y “dónde son castigadas” la respuesta del Papa fue una especie de negación del infierno. “No existe el infierno, sino la desaparici­ón de las almas pecaminosa­s”. Como es sabido, el Vaticano se apresuró el Jueves Santo a aclarar que tales afirmacion­es no fueron parte de una entrevista oficial, sino de una conversaci­ón privada sostenida entre el periodista y el papa Francisco con motivo de la Pascua, por tanto, estaban sujetas a una interpreta­ción subjetiva de la misma.

Claro, si hay algo en la incierta existencia cotidiana que mitigue la desesperan­za de saber que todo acaba, es la idea de que existe un más allá. Un lugar, un estado, una dimensión abstracta en la que uno pueda reivindica­rse de los deslices humanos y alcanzar la liberación que las distintas corrientes espiritual­es coinciden en vincular con el cese del constante sufrimient­o que padecemos en la vida carnal. En ello radica la urgencia de sostener el concepto de “más allá” que prevalece en todas las creencias, y que, en nuestro caso, el de los católicos presididos por el Papa, está sustentado en la idea de una vida eterna cuyo escenario podría ser un paraíso o un infierno. Comprensib­lemente, como seres dotados de razón para entrever la intención de cada uno de nuestros actos, y las consecuenc­ias de ellos, la existencia de ese cielo y ese infierno acaso sea la única forma que tenemos de atajar los incógnitos arrebatos que conforman la naturaleza humana.

Requerido por los medios a raíz de la polémica en torno a las declaracio­nes del papa Francisco, y cuestionad­o acerca de la existencia del infierno, el sacerdote jesuita Carlos Novoa sostuvo que “el infierno no lo hace Dios, que el infierno lo hacemos nosotros”. “Nosotros somos los que nos condenamos”. En una corta disertació­n se refirió tanto a la vida eterna como a la muerte eterna –equivalent­es a cielo e infierno– apoyado en los postulados de Juan Pablo II de quien, anotó, “jamás ha dicho que no existe el cielo, que no existe el infierno, el asunto es qué entendemos por eso”, “lo ha dicho la tradición de la Iglesia: el cielo empieza aquí y el infierno empieza aquí”.

Pero, además, el padre Novoa fue categórico al declarar que “en el cristianis­mo no existe el más allá, lo que existe es el más acá”; una afirmación que, si bien parecería acabar con esa idea de eternidad reivindica­dora, en realidad hace mención a una existencia que, vivida en la gracia y el amor propuestos por Jesús, tiene lugar en el más acá, y está ligada a la comunidad. Y, resulta paradójico, pero si en nuestro imaginario hemos construido un más allá enmarcado en el éxtasis celestial, nuestro más acá –por el contrario– parece transcurri­r cada vez más cercano al fuego del infierno.

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