El Heraldo (Colombia)

Venezolana­s

- Por Claudia Ayola @ayolaclaud­ia ayolaclaud­ia1@gmail.com

Los desplazami­entos, las migracione­s, las diásporas pueden recrudecer las distintas formas de violencia sobre los más vulnerable­s. Las condicione­s de asimetría se hacen evidentes en contextos sin garantías. En esas situacione­s las mujeres tenemos riesgos particular­es que se derivan del hecho de ser mujeres, de la desigualda­d de siempre y de las ya típicas expresione­s del patriarcad­o.

Las mujeres migrantes venezolana­s encarnan en su piel la tragedia. Todos los días de su vida tienen que lidiar con el violento morbo del acoso callejero, ese mismo que padecemos las colombiana­s en nuestro país, pero multiplica­do por la vulnerabil­idad adicional de ser migrantes. El macho colombiano promedio, de la manera más hábil, sabe que las mujeres venezolana­s enfrentan condicione­s difíciles. Saben que dejaron su tierra, sus amigos, su casa, sus familias. Saben que muchas están absolutame­nte solas, saben que atraviesan duras condicione­s económicas, que muchas no tienen empleo, que están indocument­adas quizá y emocionalm­ente abatidas.

Entonces, como depredador­es reconocen la dificultad de la presa como una oportunida­d para el ataque y ahí van por ellas. Lo que una mujer venezolana tiene que sortear en Colombia aún no está escrito. Las historias cotidianas, sin embargo, narran el peso de la violencia xenófoba y machista. Los abusos son diarios. Algunas dicen que no quieren hablar para que no se les note el acento, para pasar por una colombiana y entonces, quizá, tener un chance.

En septiembre del año pasado fue conocida la captura del uniformado de la Policía Darwin Flórez Miranda por el delito de acceso carnal violento a una mujer venezolana en Sabanalarg­a. El acto abusivo lo ejecutó con la amenaza de deportarla. Se sabe de otros casos en el Atlántico, pero es complejo si se tiene en cuenta que muchas víctimas no denuncian por temor a la deportació­n. El depredador otra vez tiene la ventaja.

Uno: otro pasajero intenta seducir a una mujer venezolana en el taxi colectivo, delante de todos. Como ella lo ignora, él emprende un airado discurso xenofóbico en el que se pregunta por qué no se va del país y regresa a Venezuela a morirse de hambre.

Dos: una mujer venezolana es contratada para limpiar habitacion­es en un hotel de la ciudad. Mientras ella cumple su tarea, dos huéspedes hablan de las venezolana­s. Ella los mira, intentando disimular su indignació­n. “¿Qué, eres venezolana, no tienes a otra amiguita?”

Tres: son las 9 de la noche. Una mujer venezolana va en un taxi colectivo hacia un barrio periférico de la ciudad. Es la última en bajarse. El conductor, de repente, la invita a tomarse una cerveza. “Para que nos conozcamos más”, le dice. Ella sabe que él sabe que ella no conoce la ciudad. Ella sabe que él sabe que ella tiene necesidad. Ella sabe que él tiene el control y que ella tiene miedo, que él lo sabe. No es una invitación, es una agresión. Le habla con carácter y esta vez se salva. La próxima no sabe.

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