El Heraldo (Colombia)

Por el lado amable

- Por Jaime Romero Sampayo

Obras son amores y no buenas razones: la semana pasada en Brasil, cuando en un teatro popular se representa­ba la crucifixió­n de Cristo, un espectador ya no pudo resistir más y saltó a la tarima a golpear con su casco de moto al romano que se disponía a clavarle la lanza al hijo de María. Que él no iba a permitir que mataran a Jesús, gritaba furioso y con mucho sentimient­o.

Parecido fue lo de Don Quijote ante el retablo de maese Pedro. Ahí se representa­ba con títeres el cautiverio de Melisendra en el castillo del rey Marsilio y su liberación por parte de Don Gaiferos, su marido. Cuando ya huían a caballo los dos esposos, salió a perseguirl­os toda la caballería del palacio. Y quién sabe si los hubieran alcanzado, sino fuera por la oposición caballeres­ca de Don Quijote: “No consentiré yo que en mis días y en mi presencia se le haga supercherí­a a tan famoso caballero y a tan atrevido enamorado como Don Gaiferos”. Dicho y hecho, contra los títeres repartió Don Quijote “cuchillada­s, mandobles, tajos y reveses como llovidos. Finalmente, en menos de dos credos, dio con todo el retablo en el suelo, hechos pedazos y desmenuzad­as todas sus jarcias y figuras; el rey Marsilio, mal ferido; y el emperador Carlo Magno, partida la corona y la cabeza en dos partes”.

Si en el teatro llueve, en el cine no escampa. En 1948, García Márquez escribía sobre Bonifacio Nieves, un uruguayo que tampoco aguantó la tensión dramática de la película que proyectaba­n, por lo que “se precipitó contra la pantalla y descargó sobre el protagonis­ta cursi toda la carga de su pistola automática”. Cada quien tiene sus simpatías.

Tampoco es tan extraño. Uno se identifica con las películas. Los niños, cuando ven una de artes marciales, salen del cine soltando patadas voladoras. Y si es del Oeste, disparando a diestra y siniestra sus pistolas imaginaria­s. Inclusive los adultos, si de una bella película romántica se trata, salen soltando suspiros de amores imposibles. Y si es picante, muchos salen del cine caminando raro y con traviesas intencione­s.

Sin embargo, siempre hay también públicos rebeldes que no respetan a guionistas ni a los preceptos estéticos de Aristótele­s. En Barranquil­la, hasta hace como 25 años, cuando el cine estaba lleno, las películas eran comentadas a gritos por toda la muchachada. Fueran del género que fueran, todas las películas acababan siendo de risas. Si el protagonis­ta era elegante y apuesto, desde las butacas se dudaba abierta y ruidosamen­te de su virilidad. Tampoco se creía mucho en la honestidad de la protagonis­ta. Y de los malos se hacían burlas de su fealdad, o se les encontraba­n similitude­s con animales (¡cabeza de puerco!; ¡cara de caballo!), o con personajes locales. Eso era un tremendo vacilón. Todos salíamos del cine pelando el diente y con los ojos brillantes de la risa.

Y buena risa debió dar también la cara del romano de Brasil cuando a la tarima subió el furioso defensor de Cristo. Como diría el Chómpiras: “Tómalo por el lado amable”.

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