¿Líderes de qué?
Cerca de 500 columnistas de prensa de América Latina fueron encuestados por la empresa Ipsos, con el fin de conocer su nivel de respaldo a los presidentes de 14 países de la región. El resultado refleja la distancia, en algunos casos abismal, que existe entre la gente de la calle y quienes la encuestadora llama pomposamente “líderes de opinión”, refiriéndose a las personas que contamos con un espacio en las páginas editoriales de periódicos, revistas y portales digitales.
El recién elegido presidente de Ecuador, Lenin Moreno, tiene un respaldo del 70% de los columnistas encuestados, mientras que solo la mitad de los ecuatorianos considera positiva su gestión. Esas mismas cifras son las que ostenta Mauricio Macri, de Argentina.
Mientras el 78% de los escritores de columnas considera a Tabaré Vásquez, de Uruguay, un buen presidente, un pírrico 27% de los uruguayos comparten esa percepción.
En el caso de Colombia, el contraste es más notorio: mientras el presidente Santos solo cuenta con el 13% de aprobación de sus gobernados, en la encuesta de Ipsos los “líderes de opinión” de América Latina lo califican como el mejor de todos los presidentes de la región, con el 79% de respaldo.
Este estudio estadístico es un buen pretexto para preguntarse si los encargados de orientar a la opinión pública en el subcontinente de las incertidumbres vivimos en una realidad paralela, alejados de las intuiciones de nuestros pueblos; si los acontecimientos en nuestros países transcurren de espaldas a las interpretaciones de la prensa ilustrada; si nuestro papel de “líderes de opinión” ha perdido la importancia de otras épocas. ¿Cuál es la opinión que estamos liderando? ¿A quién le importa lo que escribimos en nuestras cuartillas semanales? ¿Nuestras voces, nuestra manera de interpretar el mundo, está sintonizada de verdad con la gente de hoy?
Creo no basta con que opinemos con libertad lo que nos plazca, y que hayamos encontrado espacios que nos permiten expresar sin ataduras esas posturas. Si no logramos establecer un vínculo con quienes nos leen, si quienes nos atienden son cada vez más pocos, si nuestra manera de entender y de decir no genera ninguna influencia, ninguna reflexión, ningún cambio, entonces hay algo que no funciona. Y eso no es bueno para el periodismo, ni para el continente, ni para el país.
Por supuesto, no se trata de abogar por una unanimidad artificiosa y contraria a la resistencia natural a las posiciones críticas; se trata, como he dicho, de hacer una reflexión sincera acerca del verdadero rol que juega este género tan necesario del periodismo, tan hermoso en ocasiones, pero que muchas veces se convierte en un ejercicio anquilosado, terco y renuente a mirarles los ojos a unas audiencias que han cambiado y que les están otorgando a otra gente, quizás menos preparada, la posibilidad de influenciar sus decisiones más importantes.