Titulitis
No hay cosa que guste más al personal que tener títulos universitarios. A más, mejor. Y a más largos y espectaculares sean sus nombres, mejor aún. Aquí hasta el más tonto hace relojes y hasta los hacedores de relojes tienen un grado, cuatro especializaciones, dos maestrías, un doctorado y cinco o seis títulos más que nadie sabe muy bien dónde ubicar pero que suenan la mar de bien. Otra cosa es que su dueño los haya cursado de verdad, que el nivel académico exigido sea relevante o que la universidad que los otorga exista. Pero todo eso son detalles insignificantes. Porque no hay nada más excitante que tenerlo bien largo. –¿Lo tiene usted bien largo, caballero? –Por supuesto, señorita, ¿desea verlo? –¡Dios mío, que currículum tan enorme! Suspiros de amor académico. Pasión intelectual desenfrenada.
En todos los actos a los que asisto me bombardean con las credenciales académicas de los participantes. ¿Habrá cosa que demuestre mayor falta de confianza en uno mismo que tener que asaltar al prójimo con toda tu vida educativa antes de decir hola, buenos días? Y lo mejor es cuando el ínclito, después de arrojarte a la cara su vida y obra desde los cinco años hasta el presente, cuajadito de referencias a caras universidades nacionales y a exclusivos campus extranjeros, abre la boca y suelta un rebuzno que ni la mula Francis en sus mejores tiempos.
En el fondo, esto de lo que va no es de demostrar capacidades ni formación. Porque tanto lo primero como lo segundo se demuestran, y los alumnos o los asistentes a una conferencia lo perciben, desde el primer minuto. Esto de lo que va es de demostrar dinero. De probar que uno es de buena familia y que fue al mejor colegio, al mejor instituto y a las mejores universidades. Se acumulan títulos como se acumulan viajes a Miami, coches enormes y esposas siliconadas. No porque sirva de nada, sino porque qué menos, usted no sabe con quién está hablando, yo tengo credenciales, hablo idiomas, me sé limpiar las nalgas yo solito, mírame mamá, mírame.
Y después pasa lo que pasa. Claro. Que descubres a un pájaro que se las da de sabio de la montaña porque tiene un porrón de cartones colgados de la pared del despacho. O a varios incautos que se inventan lo que nunca tuvieron, en la esperanza de parecer lo que no son y para que finalmente les descubran en el renuncio de que esa maestría en realidad no la cursaron, ese doctorado jamás lo terminaron y el grado del que presumen no fue por la buena universidad de esa famosa ciudad, sino por su prima la del otro lado de la calle, la que ni es tan prestigiosa, ni tan buena, ni tan nada.
Aparentar es lo que tiene. Y creer que alguien sabe más por el hecho de tener más papelitos, sean títulos o billetes de banco, también. Dijo el Señor que por sus actos los conoceríamos. Por sus actos, no por sus títulos, queridos lectores míos.