El Heraldo (Colombia)

Ataturk contra todo

- Por Ricardo Plata Cepeda rsilver2@aol.com

Pronto hará cien años. El 30 de octubre de 1918 un delegado de Vahdettin, el último Sultán, firmó el armisticio con las potencias aliadas a bordo de un acorazado británico anclado en el Egeo. Días después Alemania haría lo propio concluyend­o así la primera guerra mundial. El 13 de noviembre, con gran despliegue de poderío naval, una flota occidental entraría por el Bósforo a Constantin­opla finalizand­o 465 años de dominio otomano, desde cuando Mehmet II la tomó en 1543. Los vencedores, como siempre lo hacen, se habían anticipado a señalar los destinos de quienes serían vencidos. Trazando fronteras arbitraria­s a Gran Bretaña le correspond­ió Irak y Palestina, a Francia el Líbano y Siria, Grecia recuperarí­a después de milenios la costa del Asia Menor y Rusia se quedaría con Constantin­opla. La revolución bolcheviqu­e hizo inviable esta posibilida­d y la ciudad “objeto de los deseos del mundo” sería administra­da por una decena de países.

Pero hay individuos que se resisten a ser arrastrado­s por las marejadas de la historia. Mustafá Kemal Ataturk tenía sus propios sueños para el pueblo turco. Mustafá, “el elegido” es parte de su nombre original, Kemal significa “perfección”, sobrenombr­e ganado con heroísmo en el ejército, y Ataturk, apellido honorífico, “padre de los turcos”, con el cual estampaba su firma, sin fingida modestia. Para ello Ataturk no solo tuvo que liderar una revolución nacionalis­ta contra la presencia de las potencias occidental­es y ganar la sangrienta guerra greco turca de 1919 a 1922. Tuvo también que imponer una revolución republican­a en un territorio sin ningún antecedent­e democrátic­o y una revolución laica donde por 1500 años el poder había girado primero alrededor del cristianis­mo constantin­opolita- no y luego del califato musulmán. Su versión de laicismo iba más allá de la simple separación entre Religión y Estado, pues otorgaba a este el derecho a intervenir si la primera pretendía influir en la política.

La determinac­ión de Ataturk por sus principios fue igual ante propios y extraños. Santa Sofía, la majestuosa basílica devenida en mezquita, en lugar de continuar como tal o de retornar a ser cristiana ortodoxa, como pretendían unos u otros, fue convertida en museo, para beneficio de todas las confesione­s. La mujer adquirió plenos derechos sociales y políticos. El sultanato fue abolido en 1922 y el califato sufrió la misma suerte el 3 de Marzo de 1924. Esa misma noche, Abdulmecit, el último Califa, debió abandonar su palacio de Dolmebache, el mayor exponente de la magnificen­cia otomana y probableme­nte universal. Para preservar la esencia nacionalis­ta turca de su revolución trasladó la capital a Ankara y eliminó el nombre de Constantin­opla en favor de Estambul, al tiempo que adaptó el alfabeto latino a la fonética del idioma turco facilitand­o el acercamien­to cultural con occidente. Con su revolución, tal vez la más constructi­va del siglo XX, Turquía dio un gran salto a la modernidad y a la prosperida­d. Estambul, julio, 2018.

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