El Heraldo (Colombia)

El regreso de Somoza

- Por Javier Dario Restrepo Jrestrep1@gmail.com @JaDaRestre­po

En aquel 20 de julio de 1979, hace 39 años, Nicaragua celebraba estar sin Somoza. Este apellido y los adjetivos derivados estaban asociados a una larga historia de infamias que habían comenzado cuando en 1934, Anastasio Somoza García asesinó a Augusto Cesar Sandino y llevó al poder a Juan Brenes en 1936. Directamen­te o por unos títeres los Somoza gobernaron a Nicaragua desde entonces.

“El solo hecho de expulsar a Somoza vuelve el aire más respirable”, le oí decir en Nandaime a uno de sus habitantes. No lo sintió así una mujer que lloraba cerca del bunker de Somoza, para ella todavía era irrespirab­le: “hagan algo, me gritó bañada en llanto, los encerraron con cemento y ladrillos antes de huir”, se refería a su esposo y su hijo encarcelad­os por la Guardia Nacional.

Mientras tanto en la Plaza de la Revolución una muchedumbr­e feliz recibía a los guerriller­os triunfante­s de Edén Pastora. Un joven guerriller­o se había despojado de su camisa y en medio de un círculo que aplaudía y gritaba disparaba su metralleta contra el cielo, y otro, trepado en el techo del palacio legislativ­o, izaba, con la bandera de Nicaragua, la roja y negra de los sandinista­s.

Seguí durante varios años la vida de esa criatura que había nacido ese día.

En enero de 1980 fui testigo de la conmoción que produjeron los trotskista­s con su periódico Pueblo, una barricada de papel desde donde se disparaba contra todo y contra todos. Ese día el gobierno de Ortega se tomó las instalacio­nes del periódico y apresó a sus directores; en julio de 1983 el sobresalto corrió por cuenta de los Contras. Según Ortega, había que convertir a Nicaragua en un país armado como Israel. Se construían trincheras, se entrenaba en el manejo de las armas a los civiles y se respiraba el aire espeso de una guerra posible contra los invasores.

Ese mismo año Ortega recibió al Papa Juan Pablo II con un discurso, escribí entonces, en que pretendió utilizar al visitante para darle resonancia a sus ataques contra Estados Unidos y lo convirtió en un luchador solitario durante la dramática misa en que la masa sandinista reclamó, vehemente y agresiva, una oración por los 17 jóvenes guerriller­os asesinados por los Contras. El Papa había llegado cuando aún no se habían secado las lágrimas de los parientes y amigos de los jóvenes sandinista­s; pero se mantuvo en silencio.

Y como si Somoza hubiera regresado en este siglo XXI, las armas del ejército nicaragüen­se se han vuelto contra una población que aún no cree que el antiguo revolucion­ario, embriagado de poder, hoy dispara contra los que ayer lo aclamaron como libertador. Los más de 300 muertos, el terror y la incertidum­bre han revivido en este país.

Hoy los nicaragüen­ses, y el mundo que sigue su historia, ratifican la convicción de que el poder enajena a cualquiera que lo ejerza, sea de derecha o de izquierda. A esa comprobaci­ón se agrega otra de más difícil asimilació­n: no hay que creer en esos salvadores, vestidos de militares o de políticos; en el alma de todos duerme un Somoza, como el que hoy ha regresado a Nicaragua.

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