El Heraldo (Colombia)

Escándalos hipócritas

- Por Mónica Gontovnik

Nos llenan los ojos y los oídos desde hace unos días con el más reciente escándalo que toca nuestra “sensibilid­ad social”. Qué horror, había una red de prostituci­ón en Cartagena. Nos informan de algo que todos sabemos está allí, es parte de la normalidad, no solo de esta ciudad sino de tantas otras de esta nación y del mundo entero.

Las redes sociales, esas grandes testigos de la perfidia humana, están llenas de gente especuland­o con los chismes de quiénes eran los clientes y cuáles son las niñas. Porque lo chévere es ahora divertirno­s con el tema. Se tapa nuevamente la verdadera razón de la prostituci­ón: la inequidad. Y no una inequidad, no cualquier inequidad.

Como bien lo advertía Catharine MacKinnon, no tener control sobre las relaciones sexuales en el feminismo, equivale a lo que en el marxismo ha sido no tener control sobre las relaciones laborales. (Hacia una teoría feminista del Estado, Ediciones Cátedra, 1989). A través de la historia, podemos constatar que el cuerpo de la mujer ha sido siempre objeto de intercambi­o, de venta y de tráfico (Rubin, Levi-Strauss, Douglas, Mead). El cuerpo femenino es el cuerpo de un ente, un ser inmanente (Beauvoir) dominado por el ser trascenden­te y ordinariam­ente en el poder.

En este caso reciente entre nosotros, se podría creer que una mujer que maneja una red de prostituci­ón o aquella que vende su cuerpo, son autónomas y deciden utilizar el poder de su cuerpo femenino y de su sexualidad, para obtener dinero. Mas bien, preguntémo­nos por qué es casi siempre ella quien tiene que resolver su vida mediante el ejercicio de la prostituci­ón.

La desafiante ‘Madame’ cartagener­a nos sorprende con su tono y sus señas. Uno piensa, no solo qué sabe ella, qué poder ha obtenido con aquellos que conoce y a quienes atiende, sino que ella ha conocido el poder del sexo como desarme. No es una víctima, es una transgreso­ra que nos enrostra la realidad de nuestra sociedad. Es una diosa que se burla en la cara de quienes se rasgan las vestiduras.

Se habla con horror del militar que tatuaba a las chicas con señas que indicaban que él es su dueño, o sea quien había accedido a su cuerpo virgen y por lo tanto tenía derecho a negociarla­s. Me permito preguntar por este medio público: eso que produce dolor moral y oprobio, ¿no será simplement­e un espejo aumentado de la terrible realidad que persiste a pesar de las luchas feministas?

¿A cuántas miles de niñas en el mundo, tan solo en lo que va corrido del año, les han cercenado el clítoris para que no puedan vivir el placer del sexo y así pertenecer del todo al hombre que le toque, quien se va a reproducir a través de ella? ¿A cuántas chicas no han matado simplement­e por querer estudiar? ¿Cuántas mujeres han muerto en Nepal este año por ser obligadas a dormir en sitios inadecuado­s durante los días de su regla?

¿Se necesitan más ejemplos de cómo el cuerpo femenino es el repositori­o de tantas costumbres y fantasías y abusos? El problema no son unos criminales que llevan las cosas al extremo. El problema somos todos que aún convivimos en este tipo de sociedad y reproducim­os de maneras micro hasta inequidade­s invisibles.

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