El duro despertar de Turquía
Recep Tayyip Erdogan lleva 15 años en el poder en Turquía y, tras una controvertida reforma constitucional, el presidente es hoy más poderoso que nunca. Su éxito electoral se debe probablemente más a la modernización de la economía que a la agenda ultraconservadora. Para los que han visitado Turquía en estos últimos años la transformación y el boom económico son impresionantes. Se han construido cientos de kilómetros de autopistas, a cuyo lado se han levantado modernas fábricas. Pero también se aprecian considerables excesos, como la construcción masiva de viviendas y centros comerciales especialmente en los alrededores de Estambul, la mega metrópoli turca. El boom constructor, alimentado por el crédito de inversores internacionales, ha culminado en proyectos megalómanos, como el monumental palacio presidencial que se hizo construir Erdogan en la capital Ankara, el nuevo aeropuerto gigante de Estambul y el proyecto de trazar un canal entre el Mar de Mármara y el Mar Negro como alternativa al congestionado Bósforo.
Ahora, la dependencia del dinero extranjero ha estallado en la cara del gobierno turco. La lira está en caída libre mientras los inversores internacionales huyen del país. El declive ha sido acelerado por la bronca entre Erdogan y Donald Trump –que comparten carácter agresivo, soberbio y errático–, por la detención de un sacerdote estadounidense en Turquía. En esta crisis, el presidente turco está mostrando su talante más autocrático, repartiendo insultos y responsabilizando a supuestas conjeturas extranjeras contra el país. Pero la deriva autoritaria del “sultán” viene de lejos, sin que hubiera preocupado demasiado a los inversores extranjeros, que estaban encantados con el potencial económico de Turquía. Los directivos del BBVA siempre se negaron a criticar la gestión política de Erdogan, antes y después del fallido golpe de Estado de 2016, y prefirieron alabar sus políticas económicas que daba buenos beneficios al banco español.
Sin embargo, el autoritarismo finalmente se ha hecho notar en la economía, como el control del gobierno sobre el Banco Central o el nombramiento del yerno del presidente como Ministro de Finanzas. La reacción de Erdogan a la crisis ha sido también explosiva, con el llamamiento a la población a cambiar sus dólares y euros por liras o el boicot a productos electrónicos de EEUU en respuesta a la subida de aranceles para el acero turco decretado por un igualmente irracional Trump. En Europa no faltan personas que ven con cierta satisfacción o “Schadenfreude” la crisis de Erdogan. Pero se equivocan. La Unión Europea y sus miembros deberían hacer todo lo posible para ayudar a Turquía en estos momentos tan duros, porque existe el riesgo de que Erdogan rompa por completo los lazos con el Oeste y se gire hacia su gran vecino del Este: Rusia. Así se mostraría a la sociedad turca que Europa no es el enemigo, tal y cómo lleva predicando “el sultán” desde hace años.