La única culpable
La mujer ofendida planifica un operativo de espionaje para sorprender a su marido infiel con las manos en la masa. Para que el plan se ejecute sin fisuras de procedimiento, se apoya en la capacidad detectivesca de su hermana y su cuñado, quienes, conmovidos por el ego herido de su pariente, cumplen sus respectivos papeles con admirable diligencia.
Agazapados detrás de una columna, los tres espías se alertan mutuamente cuando los amantes furtivos salen del ascensor y caminan de la mano hacia la puerta de la suite que el hombre ha rentado para la ocasión. Y cuando los adúlteros están a punto de entrar al paraíso, les caen encima, intoxicados por la adrenalina, la rabia y la satisfacción del triunfo.
Como si no fueran suficientes estos alardes de estupidez, la hermana de la mujer engañada registra todo el operativo en video: la estupefacción de la amante, la serenidad del marido, el triste rol de guardaespaldas que asume el cuñado, el reclamo, los insultos, la mechoneada, la invasión al cuarto, la revolcada de sábanas, la revisión del cesto de la basura en busca de alguna evidencia adicional.
Como es obvio, y para cerrar con broche de oro la venganza, el video en cuestión fue distribuido por redes sociales para que el mundo se enterara, no solo de la traición sino de su descubrimiento y del merecido escarmiento que recibió la “perra” que se atrevió a perturbar la paz de un matrimonio bendecido por Dios en persona.
En este bochornoso episodio se reflejan algunas de nuestras principales maneras de ser, pero sobresalen dos de ellas: la naturalización de la violencia como forma de resolución de conflictos y la idea de que las mujeres comparten, por el solo hecho de serlo, la deshonra de ser víctimas y culpables.
En efecto, la mujer que planifica y ejecuta la celada en el hotel, ha sido traicionada, engañada, mancillada en su dignidad de fiel esposa. Pero, su venganza, su castigo, su exhibición no estuvo dirigida hacia su marido, el principal culpable, sino hacia la otra, hacia la “perra”, hacia ‘la quitamaridos’; a ella la enfocan con la cámara, a ella la insultan, a ella la humillan, a ella le tiran los cabellos.
Los espectadores y comentaristas de este desafuero -muchos de ellos mujeresestán de acuerdo en no hablar del traidor que ha defraudado sus votos de fidelidad eterna, y, en cambio, endilgarle la responsabilidad a la mujer malvada, a la moza, como si el protagonista masculino de la historia fuera un mártir, un nuevo Adán tentado por la pecaminosidad de una hembra manipuladora.
Somos afortunados los hombres: incluso cuando cometemos los peores errores, ejerciendo sin pudores nuestra condición de machos alfa, de seductores hambrientos de carne nueva, tendremos la posibilidad de salir indemnes, siempre y cuando haya por ahí una mujer a quien echarle toda la culpa.
A lo mejor, la pareja en problemas se reconciliará entre perdones y lágrimas; tal vez celebren la Navidad que se aproxima en familia, con la hermana videógrafa y el mudo cuñado. Pero la otra, la seductora, la culpable, la “perra”, tendrá que irse de su ciudad, cerrar sus cuentas en las redes sociales, esconderse, huir, cargar para siempre sobre su espalda el peso enorme de ser una mujer.