El Heraldo (Colombia)

Oh, los libros

- Por Alberto Martínez

Ayer pudo cerrarse el capítulo más bello de nuestra historia. La construimo­s juntos, mientras nos dejábamos sorprender por el inmenso mar de las palabras.

De tu mano supe que la biología, si bien da, también recibe órdenes, y que la anatomía es un realismo mágico que le pone alas amarillas a los cuerpos.

Me mostraste más allá de tu lomo, que la geografía tiene la misma belleza al amanecer que en el ocaso, y que la vida, al final de cuentas, es un camino de árboles frondosos que filtran luz. Aunque al comienzo buscamos a tientas, por algún lado las páginas que abríamos nos llenaban de claridad absoluta. Y descubrimo­s mundos maravillos­os que afincaron nuestra cultura o nos mostraron el espejo de otras tantas.

Con razón Juan Santos Gossaín, que paseó los huesos de su fantasma por la feria, dijo alguna vez en su taburete de Aracataca, que todo lo que uno necesita saber está en los libros.

No importa si en vez de gracia hallamos, en ocasiones, la insipidez del papel. Mi premisa mayor es que cada lector construye un mundo con el mundo que ve por esa ventana; la menor, que no hay libros malos sino poco interesant­es. El autor, como ven, está absuelto de cualquier responsabi­lidad.

Por eso el lunes, cuando los libreros empacaron lo que quedaba en los baúles de madera y el barco de vapor se alejaba sin remedio a los confines de Gutenberg, tuve la espantosa sensación de que te quedarías entumecido en alguna ola gigantesca.

Me angustiaba el silencio de domingo por la tarde, si bien los cinco días maravillos­os que nos regalaste en la cosecha de septiembre, nos hicieron los seres más felices del universo.

Por ahí quedaban regados algunos de los 100 expositore­s y de los 60 invitados nacionales e internacio­nales que, encantados por los casi 100 mil visitantes de la feria, ahora no querían irse de Barranquil­la. A ellos también los sacudía la nostalgia.

Y ahora para dónde cojo, me dije y dijeron, mientras veíamos en la contraport­ada las palabras elogiosas de algún comentaris­ta de turno, que a esa hora solo sonaban a despedida.

Por fortuna, los escritores, que también hicieron la fiesta, se devolviero­n rápidament­e a los áticos de sus guaridas para producir el encantamie­nto que regresará en un año. Cada vez serán más, pues lo que generan los libros es tal locura, que los lectores desquiciad­os por el amor inmarcesib­le, se vuelven escritores sin remedio.

Solo hay que esperar, entonces, un nuevo otoño librero. Y en la espera, dejarnos seducir por los 25 mil de esa especie de cerebros que hablan, que los adoradores de sus neuronas canjearon por algunos billetes arrugados de los bolsillos.

Tendremos cómo entretener­nos, pues, en esta ciudad de colores, que cada vez se pinta más de capital cultural del Caribe.

Porque en efecto tu adiós y el mío, que llenaron el corazón de lágrimas, solo sirvieron para declararte, mientras seguimos tu andar hacia el ocaso, que eres, siempre, por siempre y para siempre, el mejor invento del mundo.

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