El Heraldo (Colombia)

La pregunta del millón

- Por Jaime Romero Sampayo

La pregunta más maliciosa de la historia fue la que le hicieron los saduceos a Jesús: “Hubo entre nosotros siete hermanos; y el primero tomó mujer, y murió; y no teniendo generación, dejó su mujer a su hermano. De la misma manera también el segundo, y el tercero, hasta los siete. Y después de todos murió también la mujer. En la resurrecci­ón, pues, ¿de cuál de los siete será ella mujer? Porque todos la tuvieron”. Un amigo mío dice que del primer hermano, pero manteniénd­oles, eso sí, ciertos derechos nocturnos y consuetudi­narios a los otros seis.

Es con las preguntas, y no con las respuestas, como mejor se calibra el ingenio de cada cual. Como esos amigos de Plutarco que, a los vinos, se tiraban duro con preguntas bien perniciosa­s. Era sabido por la tradición que Filipo cojeaba. Sí, pero ¿de qué pie exactament­e era cojo Filipo? ¿Cuál mano de Afrodita fue la que hirió Diomedes en Troya?

Tiberio también era aficionado a esas preguntita­s pringamoza­s, e incluso le servían de criterio para otorgar favores. A cualquier solicitant­e de repente le preguntaba: “¿Cómo se llamaba Aquiles entre las doncellas?”. O peor aún: “¿Qué solían cantar las sirenas?”. Claro está que hecha la ley, hecha la trampa. Se cuenta que Gramático Seleuco sobornaba a los esclavos de Tiberio para que le fueran informando qué libros leía, y así era que él siempre estaba bien preparado.

Las preguntas también son indicadore­s de madurez. La juventud se acaba el día que uno aprende que no solo no debe responder, sino ni siquiera dejarse preguntar cosas como “¿Tú a quién quieres más, a tu papá o a tu mamá?”. Alejandro Magno, por eso, sí llegó a ser un adulto cabal, pues ante el nudo gordiano, que nadie podía desatar, él sacó su espada y lo cortó. No era bobo: “Es lo mismo cortarlo que desatarlo”. En cambio, con nuestra incapacida­d congénita para ver lo obvio, la mayoría llegaremos a los 100 años sin todavía saber contestar la pregunta del millón: “¿De qué color era el caballo blanco de Bolívar?”.

De todos modos, no hay pregunta boba, sino preguntant­es abobados. Plutarco, en sus Charlas de Sobremesa, plantea cuestiones que, de tan perniciosa­s, uno no las imaginaría dignas de él y de sus eruditas amistades. Algunos de sus capítulos se titulan: “De por qué los que están muy borrachos se encuentran menos trastornad­os que los achispados”. “De por qué no creemos en absoluto en los sueños de otoño”. “De si hay que admitir a las flautistas durante la bebida”. “De si es más creíble que la totalidad de los astros sea un número par o impar”. Y, la mejor de todas, aparece en el Libro II, Cuestión Tercera: “De si fue primero la gallina o el huevo”.

Por último, siempre están las preguntas que son bonitas en sí. “Mamá, yo quiero saber, de dónde son los cantantes”. ¿Por qué? Porque “los encuentro muy galantes y los quiero conocer”. O mejor todavía aquella que cantaba el Inquieto Anacobero: “Quién será la que me quiera a mí, quién será, quién será… Quién será la que me dé su amor, quién será, quién será”.

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