Que se acabe la fiesta
Quizá haya llegado el momento de ‘jubilar’ las corralejas. En el camino de la historia han quedado sepultadas muchas tradiciones primitivas que se consideraban ‘culturales’, arrolladas por el tren de la civilización.
Las corralejas que se celebran estos días en Sabanalarga nos ponen, una vez más, ante el debate sobre si deben prohibirse o no este tipo de eventos que gozan de cierta popularidad en algunas localidades de la Región Caribe. Si circunscribimos la discusión al ámbito legal, la norma vigente contra el maltrato de animales, aprobada por el Congreso en 2016, consagra a los animales como “seres sintientes” y castiga con duras sanciones a quienes les causen “sufrimiento o muerte innecesarios”. Sin embargo, exceptúa de las sanciones las corridas de toros, corralejas, riñas de gallos y otros eventos, siempre que tengan “arraigo” constatable en el municipio donde se celebran y que se eliminen o reduzcan las “conductas especialmente crueles” contra los animales. Es innegable que las corralejas tienen ya una asentada tradición en determinadas zonas de la Costa. Lo que ya no podemos asegurar con tanta certeza, a juzgar por las imágenes que dejan las fiestas, es que se haya eliminado o reducido la crueldad contra los animales. En un fallo de 2017, la Corte Constitucional dio un plazo de dos años al Congreso para que prohibiera las corridas, corralejas y demás espectáculos con animales. Si no lo hacía, quedarían proscritos por la vía de los hechos. Pero en agosto pasado, la misma Corte (con otros magistrados) tumbó aquel fallo con el argumento de que el alto tribunal no puede asumir funciones legislativas. En suma, las corralejas siguen siendo legales. Sin embargo, las leyes no son inmutables, y compartimos la preocupación de quienes piden cambiarla. Entendemos la posición de quienes defienden esas fiestas invocando razones de tradición o de cultura, pero no podemos compartirla. Es cierto que en nuestra sociedad se sacrifican para el consumo humano millones de animales, muchos de ellos criados en condiciones brutales; se trata de un asunto que tendremos que afrontar con mucha mayor contundencia que la demostrada hasta ahora. Sin embargo, en las corralejas no hablamos solo del ya de por sí censurable sufrimiento del animal, sino de los riesgos para personas que intervienen en la fiesta y –esta es la mayor singularidad del caso que nos ocupa– la consagración del sufrimiento como espectáculo. Una diversión de la que los grandes beneficiarios son, sin que pongamos en duda su legitimidad, los distribuidores de alcohol y algunos ganaderos.
Disfrutar con el padecimiento no es propio de una sociedad que se pretende moderna. En el camino de la historia han quedado sepultadas muchas tradiciones primitivas que se consideraban “culturales”, arrolladas por el tren de la civilización. Quizá haya llegado el momento para jubilar las corralejas. Los alcaldes donde estas se celebran pueden ayudar a conseguirlo.
Más allá de los riesgos para las personas y la crueldad con los animales, la mayor singularidad de este tipo de eventos es que consagra el sufrimiento como espectáculo.