El Heraldo (Colombia)

Un hombre bueno

- Por Javier Darío Restrepo Jrestrep1@gmail.com @JaDaRestre­po

Cuando una informació­n equivocada lo dio por muerto 24 horas antes de su verdadera muerte, pensé que esa prematura noticia nos había hecho caer en la cuenta de cuánto lo queríamos. Sentimient­o que se reafirmó cuando fue cierto que Belisario Betancur había vivido el final de sus 95 años: lo queríamos como se quiere a un hombre bueno. No por ser expresiden­te, ni escritor, ni poeta, sino por ser bueno a pesar de su roce con políticos, en el ambiente viciado del poder y del alto mundo social. A pesar de todo eso mantuvo la apostura y el talante de los hombres buenos.

Solo un hombre bueno llega a razonar como él, que, al levantar bandera blanca, notificaba a todos los devotos de la fuerza que él utilizaría el diálogo en vez de los disparos; y contra la política de los poderosos seguía la idea de que el único camino con la guerrilla no era el del exen terminio sino el del poder de la palabra y del diálogo. Fue ese hombre bueno el que le apostó todo a la paz.

El general Fernando Landazábal, que en aquel momento y en los que siguieron creía lo contrario, o sea en el poder disuasivo de las armas, se opuso desde el primer momento al propósito presidenci­al, de modo que el Ejército mantuvo una firme campaña contra el proyecto de paz del presidente Betancur.

Cuando más tarde, recién nombrado ministro de Defensa, el general Miguel Vega tuvo su oportunida­d y lo manifestó sin reticencia­s: lo suyo serían las armas, no los diálogos; tal fue la idea que animó la actuación militar de recuperaci­ón a sangre y fuego del palacio de justicia, tomado por el M 19, en donde, además de volver trizas la política de paz, la institució­n militar tomó venganza contra la guerrilla que la había puesto en ridículo con el sonado robo de armas de su propio y vigilado arsenal del Cantón Norte.

El Ejército ignoró en esos dos días las órdenes de su jefe constituci­onal y tomó una sangrienta venganza. Con toda la grandeza de los hombres buenos, Belisario prefirió sobrelleva­r la carga de la responsabi­lidad y mantuvo en silencio la verdad de lo sucedido. Los que escucharon esa declaració­n pública solo entendiero­n que los hombres buenos prefieren pagar el costo de ahorrarle sufrimient­os a la sociedad.

Fue parecida y relacionad­a con esta la decisión de retirarse de la política al finalizar su presidenci­a. Tuvo y mantuvo la decencia de no estorbar como un mueble viejo el gobierno de sus sucesores.

Había pasado por el poder sin contaminar­se. El hijo del arriero de Amagá había heredado de sus padres la sabiduría de la humildad, que crea los anticuerpo­s necesarios para defenderse de la pequeñez del envanecimi­ento y de la soberbia de los poderosos.

Renunció a los honores de jefe de Estado, solo quiso el homenaje de la Academia de la Lengua, donde se cree en el poder de las palabras, ese instrument­o con el que él creía que se podría construir la paz. Y le alcanzaron los años para comprobar que la paz solo la hacen los hombres que pertenecen a esa rara aristocrac­ia del espíritu.

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