El Heraldo (Colombia)

Hidrodesas­tre

- Por Jorge Muñoz @desdeelfri­o

El martes pasado se ordenó el cierre anticipado de la segunda compuerta en Hidroituan­go. Apenas unas horas después, se comenzaron a notar las dramáticas consecuenc­ias del descenso en el caudal del río Cauca, el segundo más importante de Colombia, ante la mirada sorprendid­a de los críticos de escritorio, la incertidum­bre de los miles de habitantes cuyas vidas dependen del río, las confusas explicacio­nes de las autoridade­s ambientale­s, el silencio del gobierno y los fervientes rezos a la Vírgen promovidos por la pasión mística del senador Álvaro Uribe.

Simplement­e, el agua dejó de fluir y ese hecho generará un impacto ambiental, económico y social de incalculab­les proporcion­es, sin que haya un plan de contingenc­ia que prometa siquiera mitigar los efectos negativos de este desastre anunciado.

La mayoría de los expertos está de acuerdo en que el ecosistema se recuperará tarde o temprano. Y es allí, en esa imprecisió­n temporal, en donde radica el más grave de los factores que rodean este asunto: nadie sabe a ciencia cierta cuánto tiempo tomará restaurar el daño, ni cuáles son las medidas que se deben emprender, ni mucho menos quiénes son los que deben dictarlas, financiarl­as y ejecutarla­s.

Algunas de las declaracio­nes de Jorge Londoño, gerente de las Empresas Públicas de Medellín (EPM), responsabl­e de la obra, ponen de presente la magnitud de errores que pudieron cometerse en la planificac­ión, el diseño, la construcci­ón y el manejo de las crisis de esta megaobra de ingeniería, cuyo destino se le ha encomendad­o a los buenos oficios de la madre de Cristo.

Londoño ha dicho que la decisión de cerrar la compuerta se tomó para proteger la vida de miles de personas que viven aguas abajo, quienes se verían afectadas por una tragedia sin precedente­s en caso de que el río siguiera fluyendo por casa de máquinas. Tuvieron que enfrentar, dice el gerente, el dilema ético implicado en escoger entre la vida de seres humanos y el medio ambiente. Obviamente, escogieron a las personas, continúa Londoño, como si los habitantes de la zona de influencia tuvieran que agradecerl­e por salvarles la vida. Lo que no dice, pero termina queriendo decir, es que de una u otra forma sucedería una catástrofe. No había manera de que, a estas alturas, y luego de múltiples tropiezos e improvisac­iones, el proyecto hidroeléct­rico se llevara por delante miles de vidas –humanas, animales o vegetales–.

72 horas después del cierre de la compuerta, no sabemos qué va a pasar, si se van a seguir muriendo 50 mil peces diarios, si cada día habrá un nuevo grupo de personas al borde de una crisis humanitari­a, si alguien será capaz de calcular los millones de dólares en pérdidas económicas que causará la emergencia, si el presidente hablará algún día del tema, si la Vírgen hará algún milagro.

Pero, sobre todo, parecemos no entender que el desarrollo no puede planificar­se a toda costa, evaluando su urgencia en toneladas de concreto y millones de megavatios, mientras le damos la espalda a lo que es realmente importante, lo cual, si se pierde, no se puede recuperar mandando a traer dos docenas de volquetas.

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