La vez que la ficción convulsionó la realidad
Salman Rushdie quedará siempre unido a la fatua que le impuso en 1989 el Gobierno de Irán por blasfemia en ‹Los versos satánicos›. Este mes se cumplen 30 años de la prohibición a este controvertido libro, lo que incluso terminó por ponerle precio a la cab
Como coronación de una escalada de hechos resueltamente hostiles contra la novela Los versos satánicos
y contra su autor, Salman Rushdie, el 14 de febrero de 1989 (el jueves próximo hará 30 años exactos), el ayatolá Ruhollah Jomeini, a la sazón líder supremo de Irán, dictó una fetua que condenaba a muerte al escritor indiobritánico bajo la acusación de blasfemia contra el islam. Sin duda, es el peor regalo que alguien pueda recibir en un Día de San Valentín.
A partir de aquel día, Rushdie, que desde 1980 era ya un autor de gran prestigio, se vio obligado a vivir en la clandestinidad bajo la protección permanente, día y noche, de agentes de Scotland Yard, que bautizó tal plan de custodia como Operación Malaquita. Esa existencia oculta y opresiva habría de durar doce años, hasta finales de 2001, y durante ella el novelista se encubrió incluso bajo otra identidad, Joseph Anton, alias que aludía a Joseph Conrad y a Anton Chéjov, porque según él la terrible situación en la que había caído era como la fusión de los mundos literarios creados por esos dos escritores.
Todo había comenzado unos días antes de la publicación misma de Los
versos satánicos, que fue hecha por la editorial Viking Penguin, en Londres, el 26 de septiembre de 1988, a comienzos del otoño. La revista India Today, en su edición del 15 de septiembre, había sacado a luz –junto con unos extractos de la novela que, fuera de contexto, se prestaban a la controversia– un artículo cuya interpretación inexacta de la obra próxima a salir fue «el fósforo que prendió el fuego», en palabras del propio Rushdie, ya que hizo que el parlamentario indio Syed Shahabuddin, un conservador musulmán, declarara que el libro era «un insulto deliberado al islam», pese a que admitía que no lo había leído. Las consecuencias no se hicieron esperar: el 5 de octubre, el gobierno de Rajiv Gandhi prohibió su importación a la India.
El fuego se propagó rápidamente, como era de esperarse, al país donde la obra había sido editada. En efecto, también en los primeros días de octubre, Faiyazuddin Ahmad, de la Fundación Islámica de Leicester, envió fotocopias de ciertas páginas escogidas de la novela a organizaciones musulmanas del Reino Unido y les pidió manifestarse en contra de ella; enseguida viajó a Arabia Saudita a exhortar a la Organización de la Conferencia Islámica (hoy Organización para la Cooperación Islámica), que en aquella época reunía a 46 Estados pertenecientes a esa fe, a tomar medidas contra Los versos
satánicos. El 20 de octubre, la Unión de Organizaciones Musulmanas de Londres pidió a Margaret Thatcher, quien era la primera ministra, que prohibiera el libro y le abriera a Rushdie un proceso legal, lo que la Dama de Hierro desestimaría tres semanas más tarde.
La conflagración siguió creciendo y se extendió a los países del Cercano Oriente; también a Pakistán, a Bangladesh, a Sudán y a Suráfrica. El furioso ardor incluía insultos, prohibiciones, protestas públicas, amenazas de bomba, difusión de pasquines condenatorios, disturbios. Todo esto había dejado un saldo trágico de seis muertos y cerca de 200 heridos cuando llegó el día en que el fuego dejó de ser una metáfora y se hizo vivas llamas reales: el 2 de diciembre, 7.000 musulmanes se reunieron en Bolton, Inglaterra, y quemaron un ejemplar del libro; menos de dos meses después, en un hecho que alcanzaría repercusión internacional, en la tarde del 14 de enero de 1989, 1.000 manifestantes se congregaron en otra ciudad británica, Bradford, y, como ritual culminante de la protesta, ataron un ejemplar de Los versos
satánicos a una estaca y le prendieron fuego. Misteriosamente, el libro no ardió por completo: solo se chamuscó.
Un mes más tarde, fue entonces cuando, en Teherán, el ayatolá Jomeini, que se estaba muriendo de cáncer (de hecho, moriría el 3 de junio de aquel 1989), emitió el edicto de muerte contra Rushdie, quien recibió la noticia ese día por la tarde en su casa situada en el 41 de St. Peter’s Street, en el barrio Islington de Londres, por intermedio de una periodista de la BBC. Al instante, lleno de pánico, pensó que sus días estaban contados.
La fetua, además de hacer que la identidad del novelista bombayita Salman Rushdie se diluyera en la del «editor internacional de origen norteamericano» Joseph Anton, avivó el fuego del escándalo hasta límites asombrosos: hubo crisis diplomáticas; asesinatos, incluida una masacre de 37 intelectuales turcos; más marchas y mítines masivos de protesta, desde la India hasta Estados Unidos, que terminaron con numerosos manifestantes muertos y heridos; pánico entre editores y libreros (estos últimos retiraban el libro de sus estanterías como si se tratara de un artefacto explosivo); atentados terroristas con resultados mortales y, por supuesto, más condenas y prohibiciones a la novela por parte de diversas organizaciones e instituciones, incluido el Vaticano, que el 5 de marzo de 1989 la tachó de «irreverente y blasfema», si bien rechazó la fetua de Jomeini.
Entre las víctimas de los atentados, en lo que fue una nueva versión de la táctica de «matar al mensajero», hay que mencionar a tres traductores y a un editor de la novela: tres de ellos sobrevivieron y uno pereció, Hitoshi Igarashi, el traductor al japonés, el 12 de julio de 1991.
Rushdie intentó varias veces sofocar esta demencial conflagración: cuatro días después de la fetua, se disculpó ante los musulmanes en un mensaje enviado al Gobierno iraní, que no aceptó la disculpa; en junio, luego de la muerte de Jomeini, pidió a los escritores e intelectuales que lo apoyaban «atenuar sus críticas a Irán»; el 4 de febrero de 1990, publicó un artículo en The Independent on Sunday titulado ‹De buena fe›, en que volvió a expresar su respeto por el islam; incluso, en la Navidad de aquel año, en un intento desesperado por recuperar su vida, declaró haberse convertido a la fe musulmana y pidió a Viking-Penguin que no publicara la edición de bolsillo de la novela (que venía anunciándose) ni permitiera más traducciones de esta. Nada le sirvió de nada: la sentencia de muerte siguió en firme.
¿Por qué los musulmanes fundamentalistas (pues hubo muchos otros que se opusieron a la censura del libro, algunos de los cuales pagaron esta posición con su propia vida) consideraron que Los versos satánicos era una blasfemia contra el islamismo? ¿Dónde se encuentra, en el contenido de la obra, la injuria contra esta religión? Para esclarecer este punto, hagamos un examen general de la obra.
Los versos satánicos es una novela fantástica (es sabido que ha sido vinculada al realismo mágico), del tipo que Borges llama «tumultuosa y en marcha», es decir, una novela con una gran riqueza argumental, con una trama exuberante. Rushdie se muestra aquí como una narrador de la estirpe de Sherezade. Su tema no es la denuncia del fundamentalismo islámico, como algunos críticos dijeron, sino, a mi juicio, la serie de transformaciones y renacimientos que deben experimentar los seres humanos para alcanzar la vida ideal, la vida deseada. Renacer es, en este caso, reencontrarte a ti mismo, reencontrar al que fuiste primero y que habías sustituido por un otro artificial e inauténtico: reencontrarte con tu original y verdadero nombre. En ese sentido, la novela explora también la cuestión de la identidad cultural y parece decirnos que el exilio cultural implica también el exilio moral.
Gibreel Farishta, cuyo nombre de pila es Ismail Najmuddin, y Saladin Chamcha, cuyo verdadero nombre es Salahuddin Chamchawala, son los personajes principales, ambos nativos de Bombay. Si tuviéramos que darle a uno de los dos el carácter de protagonista o héroe, ese sería Farishta: es una estrella de cine venerado por su pueblo que se transforma en ángel (y que termina de hecho convencido de ser el arcángel Gabriel); de modo que el antagonista o antihéroe sería Chamcha: su padre y sus connacionales lo rechazan por su traición a la identidad cultural india y su fervorosa anglofilia: se transforma en diablo. Sin embargo, el antihéroe se rehabilita al final y tiene otra oportunidad en la vida; el héroe en cambio acaba convertido en un demente y un asesino y tiene un final trágico: se suicida. Tal vez ello explique por qué, en 1987, cuando aún estaba escribiendo la novela, Rushdie declaró a The Indian Post que Los versos satánicos trataba sobre cómo «los ángeles y los demonios se están convirtiendo en ideas confusas... lo que se supone que es angelical a menudo tiene resultados desastrosos, y lo que se supone que es demoníaco es algo con lo que uno debe tener simpatía».
Lo que dio pie a la ira fanática se halla apenas en dos de las nueve partes de que consta la novela, las tituladas ‹Mahound› y ‹Regreso a Jahilia›. Esas dos partes corresponden por completo al relato de uno de los sueños seriales que tiene Farishta, sueño este que recrea libremente (esto es, con libertad onírica) la historia del profeta Mahoma (llamado aquí Mahound), de la escritura del Corán y de la fundación del islam. El sueño contiene crítica al nuevo credo, pero no sátira. Como vemos, por lo demás, se trata de una ficción de segundo grado, puesto que es algo que no ocurre en la realidad de la ficción de la novela, sino en el sueño de un personaje perturbado. De alguna manera, el propio libro ya se defiende anticipadamente de los ataques que recibiría: en un pasaje en que se cuenta que la revista india Ciné-Blitz entrevista a tres personajes sobre el proyecto de convertir en un filme el citado sueño de Farishta, la revista pregunta: «Pero ¿no podría considerarse una irreverencia, una profanación?», a lo que uno de ellos, Billy Battuta, contesta: «De ninguna manera (…). La ficción es la ficción; los hechos son los hechos». En otro pasaje, que corresponde a un episodio del mismo sueño de Farishta, cuando el poeta Baal propone que las 12 prostitutas del burdel La Cortina se disfracen de las 12 esposas del profeta Mahound, una de aquéllas objeta que puede resultar peligroso; la respuesta de Baal es: «Donde no hay fe no hay blasfemia».
Tal como Saladin Chamcha volvió a ser Salahuddin Chamchawala, el angustiado y errante Joseph Anton, a quien los de Scotland Yard llamaban coloquialmente Joe, volvió a ser desde hace 17 años Salman Rushdie, que desde entonces goza otra vez de libertad (de libertad de movimiento, ya que a la de expresión, aunque estuvo a punto de ello, no renunció nunca). La fetua, sin embargo, y si bien de manera no oficial, sigue vigente: la calva cabeza del escritor de 71 años se cotiza a fecha de hoy en tres millones de dólares. Ello ya no parece importarle a él, quien no tiene inconveniente en exponerla adondequiera que su cuerpo quiera llevarla.
Muchas novelas han causado escándalo y han sido prohibidas. Pero ninguna quizá como Los versos satánicos ha tenido la fuerza tlönica para convulsionar el mundo de una manera tan global y tan contundente.