La ley y la empanada
Multar a un joven por comprar un frito en la calle no es el camino para afrontar el problema de la ocupación irregular del espacio público. Estamos ante un problema complejo que requiere respuestas de fondo.
La imposición de una multa de casi $900.000 a un ciudadano por comprar una empanada en un puesto callejero ha desatado una ruidosa polémica en el país, en la que no han faltado las guasas –muchas de ellas bastante creativas, por cierto– en las redes sociales. El hecho sucedió en Bogotá el viernes pasado, cuando un agente, en aplicación del artículo 140 del Código de Policía, sancionó al joven Steven Carlos por “promover o facilitar el uso u ocupación del espacio público en violación de las normas y la jurisprudencia constitucional vigente”, En un país de leguleyos como el nuestro, expertos y legos se enfrascaron desde el primer momento en sesudos debates hermenéuticos sobre el artículo del Código. Y no hay una conclusión unánime. Incluso entre académicos existen discrepancias sobre el nivel de responsabilidad exigible al comprador de un producto que se expende en circunstancias de informalidad o ilegalidad. Para disipar dudas, convendría que las autoridades empezaran por aclarar cuál es el alcance real del artículo 140 del Código de Policía, con el fin de que no queden resquicios para la arbitrariedad en su aplicación por parte de la fuerza pública. Ahora bien, en el debate sobre este espinoso asunto hay que tomar en consideración dos puntos muy importantes. El primero es que al consumidor no se le debe trasladar la función de identificar qué puestos de venta cumplen las normas y cuáles no. Eso compete a las autoridades que tienen la misión de regular y proteger el espacio público. Y es evidente que estas carecen de capacidad suficiente cumplir a cabalidad dicha misión, por la sencilla razón de que estamos ante un problema de dimensiones colosales que excede la posibilidad de afrontarlo a punta de códigos policiales. Nos referimos –y pasamos aquí al segundo punto– a la avasalladora informalidad económica y laboral en nuestro país. No criticamos, ni más faltaba, que se sancione a los infractores de las normas, en este y en todos los casos. Pero el sentido común nos dice que, en este tema particular, estamos ante un fenómeno que no se podrá atajar con multas mientras nuestra economía se siga sustentando en un nivel desmedido de informalidad. Y –no menos importante– mientras haya tanta gente que por sus escasos recursos se vea impelida a consumir productos callejeros. ¿Qué hacer de momento? En el caso de los consumidores, que ahora nos ocupa, más que imponerles sanciones difíciles de explicar a la sociedad, sería más eficaz desarrollar campañas pedagógicas para explicarles las consecuencias negativas de su conducta. Multar a un joven por comerse una empanada en la calle no es, de eso estamos convencidos, el camino adecuado.
Al consumidor no se le puede trasladar la función de identificar qué puestos de venta cumplen las normas y cuáles no. Esa tarea compete a las autoridades.